Que un derecho esté reconocido no implica que pueda ejercerse realmente, y que una ley lo garantice no significa que no pueda haber retrocesos, aún sin tocar ni una coma de esa norma. Esto es lo que ocurre con el aborto en Europa, el territorio donde la libertad y la protección de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres están, en general, más asegurados que en el resto del mundo, y, aún así, esos derechos se están limitando de distintas formas y han comenzado a estar en riesgo. Europa no es inmune al avance de movimientos y partidos de ultraderecha cuya primera diana, siempre, son los derechos de las mujeres. Pretenden barrerlos allí por donde van expandiéndose, y en los últimos años lo han hecho sobre todo en Estados Unidos y América Latina, en una corriente reaccionaria ante el impulso del feminismo. Como en un juego de espejos, los recortes en unos países se replican en otros. Y también como un eco, los pasos hacia delante de algunos gobiernos, y los muros de contención a ese cercenamiento, se propagan en otros.
Retroceso, avance. Avance, retroceso. La ola conservadora en el Tribunal Supremo de Estados Unidos sacó el aborto del amparo constitucional hace dos años, lo que provocó que Francia planteara blindarlo dentro de su Constitución. Lo hizo hace dos meses. La llamada ley del latido, que prohíbe el aborto a las seis semanas, entró en vigor en Florida este miércoles, y el Supremo de ese mismo estado ha autorizado un referéndum para blindarlo en la Constitución estatal. México lo despenalizó a nivel federal el pasado septiembre, mientras la llegada de Javier Milei a la presidencia argentina ha supuesto la proposición de un proyecto para penalizarlo con hasta tres años de cárcel.
En Reino Unido, una nueva guía oficial del Colegio de Ginecología rechazó en enero que se informara a la policía de los abortos autoinducidos. Rusia, el pasado verano, puso sobre la mesa limitar la venta de la píldora del día después en las farmacias y prohibir los abortos en las clínicas privadas, dejándolo en manos de centros controlados por el Estado donde las mujeres suelen ser presionadas para no hacerlo.
Son solo algunos de los tirones hacia delante y hacia atrás en distintas partes del mundo. Y la perspectiva internacional es central para entender el contexto actual en Europa. En un mundo híperglobalizado, las estrategias para limitar o prohibir el acceso al aborto se conectan en una red que une, sobre todo el territorio europeo con Latinoamérica y Estados Unidos a través de partidos, fundaciones y organizaciones que financian y generan argumentarios para activar las mismas políticas y discursos.
Al otro lado, quienes intentan preservar esa libertad son conscientes de esa amenaza global, sistematizada. El pasado 24 de abril, en ocho ciudades europeas y de forma simultánea, se daba la misma cifra: en el continente más de 20 millones de mujeres no tienen garantizada la interrupción voluntaria del embarazo. Era la presentación de My Voice, My Choice (Mi Voz, Mi Decisión), un movimiento organizado en 11 países que registró ante la Comisión Europea una iniciativa ciudadana para que el aborto sea libre, seguro, gratuito y accesible, sea cual sea el lugar en el que vivan y la situación económica o administrativa que tengan las mujeres.
En Madrid, ese dato lo dio Kika Fumero, una de las coordinadoras en España, el día de la presentación, cuando también se abrió la recogida de firmas necesarias para que esa iniciativa pueda tener recorrido en el Ejecutivo comunitario: necesitan al menos un millón. En algo más de una semana han superado las 100.000 y esperan tener las 900.000 restantes antes de las próximas elecciones europeas, el 9 de junio.
“Porque esto, evidentemente, es política”, decía en esa presentación en Madrid la periodista y escritora Cristina Fallarás, también coordinadora en España del movimiento: “El ascenso de la ultraderecha, no solo aquí sino en Estados Unidos y Latinoamérica, nos dan una idea de lo que puede llegar a pasar, eso hace que no actuemos en reacción sino que estemos esperándoles”. Una prevención organizada de forma supranacional para hacer frente a los recortes o la supresión de derechos de las mujeres.
Esta semana, en otra rueda de prensa de My Voice, My Choice en Bruselas, Nika Kovač —del Instituto 8 de Marzo, de Eslovenia, de donde parte este movimiento— contó cuál fue el primer contacto que hicieron cuando comenzaron a organizarse: “A las mujeres de Polonia. Marta Lempart [del movimiento polaco Paro Nacional de Mujeres] fue la primera a la que llamé un día antes de Navidad”.
Y fue Polonia porque Polonia es el segundo país más estricto de la Unión Europea en relación al aborto, solo por detrás de Malta, donde era ilegal en cualquier circunstancia hasta el verano del año pasado; desde entonces, la aprobación de una normativa de mínimos permite el aborto si la mujer está en riesgo de muerte y solo con el visto bueno de tres especialistas (el único caso que permite a un médico practicarlo sin consultar es si ese riesgo de muerte es inminente).
Polonia no llega a ese extremo pero sus limitaciones no están muy lejos: es uno de los lugares con más restricciones para las mujeres en autonomía y libertad para decidir sobre sus cuerpos y sus vidas.
Polonia, una prohibición que ha provocado muertes
El Tribunal Constitucional, un órgano controlado por jueces afines al partido ultraconservador Ley y Justicia (PiS), decidió en 2020, a instancias de ese partido, prohibir el aborto en uno de los tres supuestos que tenían en vigor: por malformación fetal, que comprendía el 90% de los alrededor de 1.000 abortos legales que se llevaban a cabo anualmente en el país. Ya solo se puede abortar cuando la vida corre peligro o en caso de violación o incesto. Varias mujeres han muerto desde que entró en vigor la sentencia, en 2021, porque los médicos no realizaron una intervención a tiempo.
Eso provocó una salida en masa a la calle de las polacas y su impulso fue determinante para la victoria de los partidos liberales en las elecciones del pasado octubre. Dos partidos del nuevo Gobierno llegaron al poder con la promesa de legalizar el aborto hasta la semana 12 sin necesidad de justificar la causa, y de ampliar los plazos para los distintos supuestos. La izquierda pide también —en una propuesta separada— despenalizar la ayuda a abortar. Un tercer socio, más conservador, defiende sin embargo volver a la situación previa a la sentencia de 2020.
La Cámara baja del Parlamento aprobó empezar a tramitar las propuestas el pasado 12 de abril. Ahora, el Ejecutivo deberá buscar una solución consensuada que logre el apoyo de todos los socios y satisfaga a las mujeres y a los más jóvenes, que empiezan a manifestar su descontento de nuevo y que saben que tienen, al final del proyecto legislativo, la amenaza de veto del presidente ultraconservador del país, Andrzej Duda, cuyo mandato no expira hasta 2025.
Italia y Alemania y Polonia son tres de los países donde más movimiento en torno al aborto ha habido de forma reciente. En ambas direcciones. Mientras la ciudadanía polaca ve el camino abierto para un mínimo progreso, en Italia, desde la llegada de la ultraderechista Georgia Meloni, el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo se complica cada vez más.
Italia: poner trabas
La estrategia de Meloni, que prometió no tocar la ley, es socavar el derecho regulado en la norma con distintas iniciativas. ¿La última? Usar los fondos europeos de recuperación para financiar y facilitar las actividades de los grupos antiabortistas en las clínicas donde las mujeres van a informarse o a poner fin a un embarazo; algo que pueden hacer hasta los noventa días de gestación por motivos de salud, económicos, sociales o familiares.
A primera vista, y sobre el papel, su normativa parece bastante completa a pesar de su antigüedad —de 1978—, pero el problema llega a la hora de aplicarla, y no solo por esa reciente decisión de Meloni. Porque que el aborto sea legal no significa que sea accesible y para muchas mujeres interrumpir su embarazo se convierte en una carrera de obstáculos.
El principal es la elevada tasa de objeción de conciencia entre el personal sanitario: más del 70% de los ginecólogos lo son y en algunas regiones, como Molise o Campania, el porcentaje alcanza el 90%. Eso limita considerablemente la aplicación de la ley, un problema que, de forma parecida, también arrastra España desde la despenalización en 1985, cuando las clínicas privadas comenzaron a hacerse cargo del acceso a ese derecho. Llevan haciéndolo desde entonces.
La última reforma española, del pasado año, estableció ese acceso en el sistema público y fijó la creación de un listado de objetores para poder reorganizar los servicios y garantizar el aborto en los hospitales públicos, sin embargo, la resistencia de centros y la inacción de las autonomías —con las competencias sanitarias— está provocando que ese registro aún no esté en la mayoría de territorios, que prácticamente nada haya cambiado y que, incluso, haya habido intentos de retroceso en aquellas comunidades donde el PP gobierna con Vox.
El año pasado, el vicepresidente de esa región, Juan García-Gallardo, del partido de ultraderecha, intentó activar un protocolo antiabortista: quería instar a los médicos de esa CC AA a ofrecer a las embarazadas la posibilidad de escuchar el latido del feto y contemplar una ecografía 4D (con imagen en movimiento y mucho más nítida que las habituales), además de recibir asistencia psicológica. Pero ese protocolo no era nuevo, salían de la legislación del primer ministro húngaro Viktor Orbán, uno de los principales aliados europeos de Santiago Abascal, el líder de Vox.
Diferentes instituciones europeas, nacionales e internacionales —como el Consejo de Europa, el Comité Europeo de Derechos Sociales, la ONU o, en el caso español, el Tribunal Constitucional—, han denunciado o reprobado en varias ocasiones a ambos países por violar los derechos de las mujeres, evidenciando las dificultades prácticas que se encuentran, como tener que viajar a hospitales de otras regiones para poder interrumpir el embarazo. Esto, relacionado en parte con el tabú y los prejuicios aún existentes en torno al aborto, ocurre también en Alemania.
Alemania y el estigma
Allí sigue vigente el controvertido artículo 218 del Código Penal por el que abortar está prohibido. Sin embargo, desde 1992 no está penado si se realiza durante las 12 primeras semanas, siempre que lo practique un médico, que previamente la mujer haya recibido un asesoramiento en el que se le expliquen las opciones de ayuda que existen para continuar el embarazo y que hayan pasado tres días de reflexión. También es posible abortar hasta la semana 22 si la vida de la mujer corre peligro, hay riesgo grave para su salud física o mental o si deriva de una violación.
Así, aunque el aborto es ilegal, en la práctica se puede realizar, no sin dificultad. La exigencia del asesoramiento previo es para muchas mujeres y asociaciones un requisito incómodo en el que sienten que tienen que justificar sus motivos como si se tratara de una especie de confesionario y donde en muchas ocasiones se sienten juzgadas, especialmente en los estados federados más conservadores, como Baviera.
A eso se suma encontrar un médico que quiera practicarlo —especialmente complicado en los estados del sur y del oeste—, y el coste (entre los 350 y los 600 euros), ya que los seguros médicos públicos solo se hacen cargo por cuestiones de salud o si ha sido fruto de violencia sexual. En los demás casos lo debe pagar la mujer, a excepción de si percibe un sueldo que no supere los 1.383 euros al mes.
Ante ese contexto, hace tres semanas, una comisión de expertos formada por 18 miembros a petición del Gobierno alemán recomendó acabar con esa situación y legalizar explícitamente los abortos durante las primeras 12 semanas. Aunque no se prevé que suceda a corto plazo, es un movimiento que abre la vía para el avance en derechos.
Y en esa misma línea, la Eurocámara se pronunció hace un mes con una resolución que reclama que el derecho al aborto “seguro y legal” se consagre como derecho fundamental de la Unión, insta a los Estados miembros a despenalizarlo por completo y a eliminar y combatir los obstáculos.
Fue aprobada por 336 votos a favor, 163 en contra y 39 abstenciones durante la penúltima sesión plenaria del Parlamento Europeo antes de su disolución de cara a las elecciones europeas de junio. Pero esa resolución, no vinculante y derivada de la decisión francesa de blindar el aborto en su Constitución, no es la primera, hubo otra hace dos años después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos revocara ese derecho constitucional en el caso Roe contra Wade.
Como entonces, es difícil que llegue a materializarse, porque para hacerlo hace falta la unanimidad de los Veintisiete, una unanimidad ahora inexistente y poco probable en el futuro más próximo. Aunque tiene un alto grado de simbolismo y marca un camino, hace falta algo más para evitar que siga habiendo mujeres que no pueden abortar, que no pueden hacerlo en condiciones de seguridad o que mueren por intentarlo.
Ida Katariina Haapea, una de las coordinadoras de My Voice, My Choice en Finlandia, dijo el pasado lunes que el millón de firmas que necesitan no es solo “para evitar” y “hacer retroceder” al propio “retroceso”, sino que es una cuestión de “solidaridad europea” porque “nadie está a salvo de que sus derechos fundamentales más básicos estén en peligro”, como lo están ahora los de millones de mujeres.
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