Usted no conoce bien la tradición de los Reyes Magos en España si no ha visto nunca a sus majestades acurrucadas en lo alto de un tractor de campo, bien envuelto en papel charol para la ocasión, mientras saludan con una mano e intentan no caerse con la otra. Esta imagen, que a alguien le podría parecer de un cutre intolerable, fue pura fascinación y magia para varias generaciones. Y todavía hoy sus majestades se acurrucan en tractores acharolados en muchos lugares del país, saludando a la chavalería nerviosa e invariablemente fascinada. El éxito de una fantasía tradicional como las cabalgatas no tiene tanto que ver con la fidelidad a un modelo único de representación (hombres coronados en camellos con túnicas brillantes), ni siquiera con la fidelidad al recuerdo de aquella representación que vimos en nuestra infancia, sino que realmente se nutre de lo que esperamos sentir, de la capacidad de crear una atmósfera de fascinación y magia que acompañe esa sensación de que todo es posible mientras esperamos nuestros regalos. Y eso se logra de muchas formas distintas.
En los últimos años hemos discutido acaloradamente sobre cómo una recreación exitosa de la tradición de los Reyes Magos puede verse afectada por cuestiones como la presencia de reinas magas, las tendencias de moda que sus majestades deben seguir, si los animales vivos son apropiados o no, o qué aspecto debe tener Baltasar, y cuáles son las implicaciones políticas de ese rostro en particular. Muchas de estas cuestiones se han discutido en términos de “autenticidad” de la tradición, entendida como fidelidad a un modelo de representación supuestamente compartido, pero ese modelo nunca fue tal. Las primeras representaciones históricas de los magos que menciona Mateo en su evangelio muestran a tres hombres blancos a pie con calzas y falditas por la rodilla, capa corta y gorritos en vez de coronas o turbantes. Se muestran así porque esa fue considerada en Europa una forma reconociblemente “oriental” de vestir. Si entonces se hubiera pintado a los reyes largos mantos con armiño y corona, o a un Baltasar negro con turbante (elementos que hoy consideramos la quintaesencia de la tradición), la gente de la época habría considerado absurdo que el portal de Belén fuese visitado por un nómada del desierto y un par de reyes europeos. Lo que hoy es un relato satisfactorio en nuestra sociedad sería una memez apoteósica para nuestros ancestros.
La transformación definitiva de aquellos sacerdotes zoroastrianos de Persia (eso es lo que significa la palabra “magi” en la Biblia) en los Reyes Magos de la tradición europea se dio durante el Renacimiento. Aquella fue una época de muchos cambios culturales, políticos, religiosos, y de muchas resistencias a esos cambios, como hoy en día parece estar siendo. Los pintores renacentistas convirtieron la adoración de los magos en un tema de moda y empezaron a experimentar con su representación. Aunque algunos elementos iconográficos eran anteriores, se consolidó la representación de los magos como reyes con coronas europeas combinadas con detalles orientalizantes que daban cierta imagen de lujo exótico, las capas fueron alargándose y se profundizó en la temática de las tres edades: la barba blanca representaba la senectud, la de color castaño la mediana edad, y el rey imberbe representaría a la juventud. La coloración de la piel diferenciada, y su interpretación como distintos orígenes étnicos, se consolidaría más tarde con la expansión colonial a partir del siglo XVI, hasta conformar la narrativa contemporánea. Pero ¿y los tractores?
La cultura popular sufrió una transformación radical con la industrialización y el capitalismo, y ello afectó a una de sus expresiones favoritas: las cabalgatas. Aunque hoy nos imaginamos la escena de los Reyes Magos en nuestra mente como una fantasía orientalista que evoca un pasado familiar de cierta elegancia, al menos desde el siglo XIX las cabalgatas se han convertido en una peculiar exhibición tecnológica y publicitaria. Desde temprano se incorporaron a ellas los vehículos a motor, que con el tiempo desplazaron a caballos, mulas y burras. Y no solo cabalgarían tractores o coches. Sus majestades montarían en motocicletas en varios momentos de las décadas de los cincuenta y los sesenta, haciendo publicidad de Vespa y escoltados por toreros y pajes disfrazados de robots.
En otras ocasiones saludarían desde las palas de enormes excavadoras engalanadas, desde lanchas motoras y desde helicópteros, dependiendo del lugar y de quien financiara el asunto. Como la carrera espacial era un tema presente en la sociedad de los sesenta y setenta, en las cabalgatas también se representaban cohetes espaciales, mientras los Reyes eran escoltados por astronautas. Aquellos astronautas de pega mezclados con vespas, toreros y excavadoras excitaban con eficacia la fascinación de personas mayores y pequeñas por la tecnología y un futuro prometedor para el país, una emoción que en el fondo encaja con la escena original de la adoración, en la que unos magos persas apuestan por un niño judío que acaba de nacer, pero que más tarde cambiaría la historia.
Recrear la magia, la ilusión y el optimismo no se puede hacer hoy como entonces, ni entonces como en el siglo anterior. Las cosas que nos conmueven son otras. Hoy abundan los personajes cinematográficos y el éxito emocional y mágico de las cabalgatas no está ligado al purismo tradicionalista (que es una fantasía en sí) sino a la presencia de personajes de Hollywood, de videojuegos y hasta drag queen y otras fantasías actuales que en este momento tienen la capacidad de recrear una noche surreal y prodigiosa, que traslade las mentes infantiles a un fascinante y prometedor mundo mágico, como el que para mí evocaban los cohetes espaciales de cartón pintado y papel de aluminio. Las tradiciones que sobreviven son las que se transforman.
Un día las cabalgatas serán protagonizadas por personas cuyo género será pacíficamente irrelevante para la magia de la ilusión infantil. Por supuesto, no esperaremos que sus rostros sean como son ahora para ser creíbles, y quizá en el futuro podría convertirse en realista que fueran otra vez 12, como en los orígenes de la tradición, en vez de tres como son ahora. Tal vez sus majestades se conviertan en inteligencias artificiales para que experimentemos a fondo la fascinación de la magia del futuro, y a lo mejor ni siquiera serán antropomórficas. Desfilarán en vehículos aún no inventados y representarán los valores de una sociedad distinta a la actual, sean los que sean. Quienes vivimos ahora quizá lo veamos ridículo, pero quienes lo vivan en su tiempo estarán disfrutando de su propio sentido de la tradición, y de su propia fascinación por el prodigio.
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