El 21 de enero de 2010, a las seis de la mañana, desde Bogotá tomamos el avión para Tumaco, en el departamento de Nariño, en el sur de Colombia, frontera con el Ecuador y el Pacífico. Al llegar caía una llovizna empapada de calor sobre las chabolas y calles encharcadas de esta ciudad formada por varias islas en la desembocadura del río Mira, de 170.000 habitantes, en su mayoría de raza negra. Cuando llegamos al hotel La Sultana, antes de abrir la maleta nos pasaron un comunicado emitido por el grupo paramilitar llamado Águilas Negras que amenazaba de muerte a todas las organizaciones que “bajo el arcaico discurso subversivo de la defensa de los derechos humanos” servían de apoyo a las FARC y al FLN. La organización de Médicos Sin Fronteras, en la que yo iba enrolado, como es lógico, estaba bajo esa amenaza. De otra parte, también se nos hizo saber que la ciudad estaba llena de milicianos de las FARC cuya presencia se presentía, pero no se notaba. La violencia se respiraba como un elemento más del aire entre las descargas de música de vallenato, gritos de buhoneros y escapes de motocicletas.
En las afueras de Tumaco, en un territorio pantanoso ganado a los manglares, se levantaba un conglomerado de palafitos que mantenían en pie unos barracones de madera en estado de extrema ruina sobre una cloaca de aguas negras donde malvivían 540 campesinos desplazados por la guerrilla o los paramilitares. Allí una mujer de 72 años, llamada Flora Esmila, me dijo: “Yo tenía un chocolate en Cali que me daba cuatro cosechas. Tenía plátanos y naranjas. Vivía tranquila, pero un día me dijeron que en Chaguí de Cuaransangá habían matado a mi hija. Cuando llegué ya estaba enterrada. Fue por celos de un maleador que la requería para que se acostara con él y, al negarse mi hija, la denunció a los del monte como confidente de los militares y un día bajaron los del monte para matarla dejándola con cuatro niños. El marido está vivo, pero no hizo nada por miedo. Los del monte me dijeron: ‘Ándate, échate a trotar, y me vine huida para Tumaco”.
A su lado Antonio Domingo, de 30 años, nacido en Buenaventura, confesó:
“Llegaron los Águilas Negras a San José de Laturbe y mataron a un compañero que era motoserrista y a los dos días apareció flotando en el río; se llevaron a otros y durante varios días el río fue bajando muertos. Mandaron desalojar a todo el barrio con 300 familias y se hicieron fuertes allí. Me vine a Tumaco con mi mujer y mis dos hijos. Nosotros cultivábamos banano, yuca, papa china, mango, naranjas y cacao en un terreno de mi propiedad. Alrededor había campos de coca, pero nosotros no cultivábamos coca porque somos cristianos adventistas del Séptimo Día y la palabra de Dios dice que debemos darle el uso debido a lo que Él ha creado y que no debemos cultivar cosas ilícitas”.
Al día siguiente, dejando Tumaco atrás, con el equipo de Médicos Sin Fronteras nos embarcamos en una lancha para remontar el río Mira, que baja sus aguas desde el Ecuador en plena selva. Pilotaba la lancha un joven sin palabras, de rostro muy afilado, que sin duda estaba en el secreto de nuestro viaje. La selva cada vez más hermética se iba adentrando en un silencio precolombino. En las altas riberas se veían acostados algunos cultivos de coca. Al contrario de lo que sucede en la novela El corazón de las tinieblas, de Conrad, donde existe un personaje llamado Kurtz, señor de la soledad que todo lo gobierna, del que todos hablan y nadie ha visto, en este caso, al llegar a la vereda de Azúcar, después de una hora larga de navegación, antes de desembarcar, pudimos divisar a un hombre sentado en una terraza que, sin duda, nos estaba esperando, puesto que nos saludó con los brazos. Calzado con botas pantaneras y metidas en ellas las perneras del chándal, este hombre era el propio Dagoberto Cañón, un señor de media edad, entrado en carnes. Nos recibió con gran cordialidad como un padrino, rodeado de niños, y un asistente que atendía por Chepe, muy solícito, y después de los saludos formales nos ofreció un café tinto y empezó a hablar. Nos dijo: “Desde que habéis salido del hotel La Sultana hasta aquí unos ojos os han vigilado. Ahora en plena selva estamos bajo su mirada”. Ignoro todavía quién era, en realidad, aquel hombre que, al parecer, disponía a su antojo de todo en aquel espacio y estaba a bien con las FARC y con los paramilitares.
Al final del viaje, devolví el chaleco de Médicos Sin Fronteras, me quité las botas de agua que habían pisado pantanos malolientes, calles llenas de miseria, chabolas de lata, veredas perdidas en la selva, y solo recordé el heroísmo, el abandono, el dolor, el miedo y la resistencia de unos seres desplazados, que sufrían el destierro en su propio país, pero que no habían dejado de luchar hasta la extenuación por la propia dignidad contra un destino aciago.
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