Con cada nuevo estudio sobre flora bacteriana se va imponiendo la idea de que en cada cuerpo hay dos entes, por un lado, el ser humano, por el otro, su microbioma. Y es bueno que se lleven bien. Recientes trabajos han mostrado la conexión de determinados perfiles bacterianos intestinales con la salud mental, incluso descendiendo al nivel de identificar tipos de bacterias asociados con la depresión. Pero, si unos microbios pueden estar detrás de enfermedades mentales, ¿puede haber otros que favorezcan una mejor cognición? Es lo que apunta un grupo de científicos que han estudiado la relación entre las habilidades cognitivas de centenares de niños con los bichitos que tienen en sus barrigas.
Todo indica que los niños se desarrollan en el vientre de su madre en un entorno estéril, libre de bacterias. “Es al pasar por el tracto vaginal cuando reciben un baño de ellas”, decía el profesor de la Escuela Icahn de Medicina del hospital Monte Sinaí de Nueva York, el español José Clemente, hace unos años tras realizar un primer implante de microbioma materno a niños nacidos por cesárea. El baño bacteriano es vital. Los microbios intestinales y vaginales maternales colonizan así su cuerpo para facilitar funciones clave, como entrenar el sistema inmune o apuntalar el sistema digestivo. Durante los primeros meses, la leche materna o de fórmula moldean este primer microbioma intestinal. Y no es hasta el paso a la alimentación sólida, cuando el perfil de su flora empieza a parecerse al de los adultos.
En paralelo, el cerebro de los pequeños pasa por las mayores transformaciones que tendrán en toda su vida: Se generaliza la mielinización, el desarrollo de vainas protectoras de los axones, las terminaciones de las neuronas. Comienza la fase crítica de la llamada poda sináptica, proceso por el que se eliminan la mayoría de las conexiones innecesarias formadas casi al tuntún en los primeros años de vida. La neurogénesis, iniciada en el feto, vive sus años más productivos. A los cinco años, el cerebro de un niño alcanza el 85% del tamaño que tendrá ya de adulto. Y es en esta época cuando el patrón general de las conexiones cerebrales queda fijado, dejando un margen para la plasticidad que se estrecha aún más al acabar la adolescencia.
Un amplio grupo de investigadores, neurólogos y pediatras de Estados Unidos ha buscado posibles relaciones entre este vertiginoso desarrollo cerebral y mental en 381 niños, el más pequeño de solo 40 días y el mayor de 10 años, con su flora intestinal. La investigación, recién publicada en la revista científica Science Advances, partía de la idea de que si determinados perfiles bacterianos pueden estar relacionados o incluso detrás de determinadas patologías mentales, por qué no iban a estar otros conjuntos de bacterias influyendo en la anatomía y cognición del cerebro de los pequeños.
Para identificar la flora intestinal, analizaron muestras de heces de los niños, incluyendo un análisis genético para clasificar las distintas especies, géneros y familias de bacterias y sus funciones en el metabolismo. En paralelo, realizaron una serie de pruebas adaptadas a la edad de cada uno para determinar el grado de sus habilidades cognitivas. El trabajo de recopilación de datos se completó con una serie de escáneres de los cerebros para determinar con detalle su anatomía.
La principal diferencia era esperada y tiene que ver con la edad. Los niños de seis meses o menos tienen una menor cantidad y variedad de bacterias en sus intestinos. La cosa cambia sobre todo a partir de los 18 meses, con un incremento tanto de la diversidad de especies como del número de sus efectivos. Pero la investigación ha detectado también una variación paralela, lo que sugiere una conexión, entre microbioma y resultados en las distintas pruebas cognitivas. En concreto, determinadas especies microbianas intestinales, como Alistipes obesi, Faecalibacterium prausnitzii y Blautia wexlerae , tienen una mayor presencia en el intestino de niños que lograron las mejores puntuaciones en las pruebas. A la inversa, encontraron que especies como Ruminococcus gnavus o Sutterella wadsworthensis son más frecuentes en niños con resultados cognitivos más bajos.
Las bacterias pueden producir moléculas que influyen directamente en el sistema nervioso”
Kevin Bonham, microbiólogo e inmunólogo del Wellesley College, Estados Unidos
El trabajo va algo más allá y estudia la posible conexión de unas especies concretas con unas habilidades determinadas. De la misma forma que unas bacterias tienen una función metabólica, como procesar un determinado ácido graso, también parecen especializadas en unas dimensiones de la cognición y no otras. Lo que han observado, por ejemplo, es que dos especies del género Streptococcus (S. peroris y S. mitis) y la Bacteroides fragilis abundan en los pequeños con mejor expresión lingüística. Por su parte, las bacterias Roseburia faecis, Streptococcus salivarius, y Fusicatenibacter saccharivorans podrían estar implicadas en la destreza motora gruesa, y las Clostridium innocuum y Bacteroides vulgatus son muy populares en los intestinos de los niños que destacaban en la percepción visual.
El microbiólogo e inmunólogo del Wellesley College (Estados Unidos) y primer autor de la investigación, Kevin Bonham, previene enseguida de sacar conclusiones precipitadas: “Hay algunos mecanismos [de la conexión entre microbios y función cognitiva] que se han demostrado en otros contextos, pero quiero enfatizar que en este estudio solo estábamos analizando asociaciones y no podemos hacer ninguna afirmación sobre la causalidad”. Pero sí recuerda algunos mecanismos por los que los microbios podrían estar conectados causalmente. “Uno es que las bacterias pueden producir moléculas que influyen directamente en el sistema nervioso”, dice. En efecto, la flora intestinal genera dopamina o serotonina durante su actividad metabólica, dos neurotransmisores. “En otros, pueden activar el sistema inmune y muchas de las señales inmunes pueden afectar el cerebro”, añade. Por ejemplo, determinadas especies bacterianas producen componentes neuroactivos, como ácidos grasos de cadena corta (butirato o propionato) que reducen la inflamación.
La investigación de Bonham y la responsable de su laboratorio, Vanja Klepac-Ceraj, autora sénior de la investigación, usó en su trabajo un catálogo de estos componentes neuroactivos elaborado entre otros por Mireia Vallès Colomer, que lidera el Microbiome Research Group de la Universidad Pompeu Fabra (UPF). “Durante muchos años, se habló de personas con depresión, con párkinson, con alzhéimer, que tenían mayor abundancia de unas bacterias y menor de otras. Gustaba identificarlas, ponerle un nombre. Pero lo que vemos es que en el microbioma es un ecosistema supercomplejo, lo más importante no es que esté una bacteria u otra, sino la composición a nivel de función, qué bacterias reducen la inflamación, cuáles producen serotonina…”, explica la microbióloga. Aquel catálogo funcional se realizó en el marco de una investigación sobre microbioma y depresión. La gran novedad ahora es su uso en niños y niños sanos. Pero ni en pequeños ni en depresivos, todavía se ha establecido la relación causa-efecto.
“Se ha comprobado, en ratones, que si les das bacterias que no abundan en personas con depresión, mejoran sus síntomas”
Mireia Vallès Colomer, microbióloga de la Universidad Pompeu Fabra
“En humanos, todavía no se puede afirmar”, destaca Vallès. “Cuando publicamos nuestra investigación en 2019, aparecieron artículos con titulares como Descubierta la bacteria de la depresión. Pero, por ahora, lo único que sabemos es que las personas que tienen depresión tienen afectaciones en el microbioma, pero no se sabe si es la depresión lo que causa esta alteración, al revés o ninguna de ellas”. Pero, a continuación, destaca que “se ha comprobado en ratones, con los que se pueden hacer este tipo de estudios, que si les das bacterias que no abundan en personas con depresión, mejoran en varios síntomas”.
El decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Girona, el doctor José Manuel Fernández-Real, lleva años investigando el eje microbioma-intestino-cerebro. Sus trabajos han sido pioneros, por ejemplo, en ilustrar la mediación de la actividad metabólica de la flora intestinal en la conexión entre obesidad y déficits tanto en la memoria a corto plazo como en la operativa. Sobre la metodología del nuevo estudio, tiene serias dudas: “No utilizaron las técnicas estadísticas convencionales para analizar la composición de la microbiota, lo cual es fundamental para evitar asociaciones erróneas en presencia de un gran volumen de datos”, destaca. Para él, “sería deseable una revisión más exhaustiva y el uso de técnicas estadísticas robustas para fortalecer la validez de los resultados y contextualizar adecuadamente la contribución de este estudio en el campo”.
Esto no quiere decir que rechace la conexión entre flora y cognición. En población adulta, “se ha investigado extensamente el vínculo entre el perfil de la microbiota intestinal y las funciones cognitivas”, recuerda Fernández-Real. Por ejemplo, se ha planteado que “una microbiota equilibrada (en el contexto de una dieta mediterránea) puede contribuir positivamente a la preservación de la función cerebral”, añade. Aunque el cómo es lo que está siendo más complicado de desentrañar, todo indica que la comunicación bidireccional entre el intestino y el cerebro, el mencionado eje intestino-cerebro, podría desempeñar un papel crucial. Lo detalla el decano: “Los metabolitos producidos/metabolizados por las bacterias intestinales, como los ácidos grasos de cadena corta, pueden tener efectos neuroprotectores y estar relacionados con la función cognitiva”.
Ya hay empresas a las que les puedes enviar una muestra de las heces para que hagan un perfil del microbioma personal, acompañado de las ausencias y existencias del catálogo de bacterias. Pero Bonham no cree que haya probióticos para hacer a los niños más listos o espabilados: “Es posible que esto suceda algún día, pero los tamaños del efecto aquí son muy pequeños y, en cualquier caso, estamos muy lejos de eso”, dice Lo más importante para él es que “lo más probable es que algún día seamos capaces de identificar factores de riesgo que podrían ayudarnos a identificar a los niños que podrían necesitar un poco más de ayuda, pero sospecho que la ayuda vendrá de cosas a las que ya sabemos cómo enfrentarnos y no tanto de cambiar el microbioma”.
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