Gracias a Bertolucci y a su película El cielo protector, a principios de los años 90 se pusieron de moda las novelas de Paul Bowles; historias de hombres y mujeres que se enfrentan al rigor de otras culturas a las que no consiguen adaptarse del todo.
Pero la cosa empezó mucho antes, cuando The Police sacaron su último disco en el que destacaba una canción que era un guiño a Paul Bowles. La canción se titulaba Tea in the Sahara y, por aquella época, Bowles era un anciano con la mirada desteñida por la luz acuática de Tánger, la ciudad que le vería morir tiempo después, con casi noventa años.
Con todo esto, la moda del té verde apareció en las ciudades de Occidente, ocupando un sitio preferente junto al café solo o con leche. Servido en un pequeño vaso con hierbabuena, el té verde se convirtió muy pronto en un ritual con aromas literarios que van de Paul Bowles a Las mil y una noches. El componente exótico no faltaba en los tres vasos, uno por la vida, otro por el amor y el último por la muerte. Sin embargo, el té no fue descubierto por los marroquíes, sino por los chinos.
Se trata de una planta beneficiosa, cuya infusión ha promovido la salud durante milenios debido a los polifenoles, moléculas que protegen a las células del daño oxidativo. En un principio, el té fue una bebida de la aristocracia china y hubo que esperar a la caída del Imperio mongol para que el té rompiera las fronteras y dejase de ser una bebida de la élite. Pero lo que aquí nos interesa es que el té fue el avituallamiento que no habría de faltar en los barcos cuando China fue la potencia naval del mundo (1405-1433). La cantidad de vitamina C contenida en la infusión prevenía el escorbuto, una enfermedad también conocida como la enfermedad de los marineros.
Se calcula que, entre los siglos XV y XVIII, alrededor de tres millones de marineros fallecieron a causa del escorbuto, una enfermedad que acarreaba la muerte después de que el tejido bucal se pudriera provocando una pegajosa halitosis. Nadie sabía cuál era la causa de esta enfermedad.
Y es aquí donde va a hacer historia el médico escocés James Lind (1716-1794) que buscará el remedio poniendo distintas dietas a los marineros para así contrastar los efectos. Según dedujo, el chucrut ayudaba, por lo cual el famoso capitán Cook obligó a su tripulación a comer chucrut; pero el repollo escabechado no terminaba de curar.
La solución vendría de la mano de un naturalista llamado Joseph Banks, que se embarcó en el Endeavour de Cook y en cuya travesía por el Pacífico cogió el escorbuto. Asustado ante una enfermedad que iba haciendo mella en su boca, Banks probó diferentes tratamientos, cerveza, chucrut y, finalmente, zumo de limón, dando así con la solución, tal y como cuenta en una de las entradas de su diario de a bordo. “El efecto fue sorprendente, en menos de una semana mis encías se hicieron más fuertes que nunca”.
Cuando se lo hizo saber a Cook, este incluyó cítricos en la dieta de su tripulación y, con ello, ningún hombre del Endeavour murió de escorbuto. Si hubieran preguntado a los chinos, se podrían haber evitado muchas muertes.
Pero nuestro eurocentrismo no nos permite nombrar a los chinos como pioneros a la hora de erradicar el escorbuto. Ellos descubrieron la cura a base de té verde, bebida que, años después, Paul Bowles haría famosa bajo el cielo protector de Marruecos.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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