El escritor David Torres ha recreado en una novela reciente, La mujer que no entendía el mundo (Reino de Cordelia), la vida de la gran ajedrecista Sonja Graf, poco conocida incluso entre los entendidos. Fue una mujer inusual, de carácter fuerte, infancia desamparada, vida bohemia y pasado tortuoso, adicta a un juego que se lo dio todo y se lo quitó casi todo. Nació con un don mágico que, con todo, no bastó para llegar a lo más alto, ya que estuvo condenada a ser eternamente la segunda del mundo, por detrás siempre de la campeona británica Vera Menchik, felizmente casada y con hijos, con menos personalidad y una vida menos atractiva e interesante, pero con un milímetro más de talento y de seguridad en sí misma: así es el ajedrez.
La novela describe todo el arco vital de Graf: sus tumbos de pensión en pensión desde la adolescencia, de amante en amante, de país en país y de tablero en tablero, y su inesperado final en Nueva York tras vivir muchos años en Hollywood, también felizmente casada con un honesto y apacible marino. Es muy posible, sostiene Torres, que muchas de las partidas que Graf disputara en sus últimas dos décadas las jugara con los famosos miembros de un exclusivo club de ajedrez próximo a su casa donde acostumbraba a pasarse a beber vodka, otra de sus adicciones. Sus rivales eran Marlene Dietrich, Billy Wilder, Lauren Bacall, Humphrey Bogart o John Wayne. Se dice que Dietrich jugaba muy bien. También Bacall. Wayne era muy aficionado, pero se le daba peor.
En realidad, sabemos poco de Graf. Nació en Múnich, pero no está claro si fue en 1908 o en 1909. La primera idea de Torres, autor de más de siete novelas y finalista del Nadal en 2003 con El gran silencio, que se topó con la figura de la ajedrecista en el libro de Leontxo García Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas, fue la de elaborar un guion para un documental. Pero la falta de imágenes y de datos biográficos fiables le disuadieron pronto. La misma Graf escribió dos libros autobiográficos, Así juega una mujer y Yo soy Susann, pero contienen tantas mentiras y medias verdades en ellos ―y deja sin contar tantas cosas― que el escritor prefirió al final convertir a su heroína en carne de novela y rellenar los huecos y las sombras de su vida con imaginación. Al escritor no le importó que su personaje no llegara nunca a ser campeona del mundo. Al contrario: “Me gustan los segundones. El hecho de no ganar la hace incluso más atractiva. El ganador es aburrido. El perdedor, no. Que estuviera a punto todo el tiempo de alcanzar a Menchik, el que corriera siempre detrás de ella, convierte a Graf en un personaje trágico. Además, está su infancia…”.
Golpes, palizas, rabia y tristeza
Su infancia: los padres de Graf la maltrataron, cada uno a su manera. Su padre, un pintor mediocre especializado en falsificar obras de arte famosas, simplemente la tundía a golpes por costumbre. Su madre la ignoraba, despreciándola siempre, prefiriendo a cualquiera de sus hermanos. Tras una de esas palizas paternas, Sonja decidió una tarde escaparse de casa. Tenía 15 años y nada en los bolsillos excepto la rabia y la tristeza. Todo lo resumió en una frase que Torres, convenientemente alterada, ha utilizado como título de la novela: “No entiendo al mundo”. Ella no entendía al mundo. Pero, según el novelista, el mundo tampoco la entendió a ella.
Tras errar por la ciudad ese día funesto acabó de casualidad frente a la cristalera del café Rats, en la Marienplatz de Múnich. Desde ahí veía a varios jugadores de ajedrez en plena partida. Le maravillaba ese juego. Su padre le había enseñado a jugar, había jugado con sus hermanos hasta que estos se hartaron de perder ante ella. Contemplaba sin moverse las diferentes partidas que se sucedían con tanto detenimiento y tanta fijación que los jugadores de dentro acabaron por reparar en la chica y la invitaron a pasar y a sentarse. Aquella tarde, solo con la fuerza de su instinto, batió a todos los jugadores del café. La escena es inverosímil, pero como tantas cosas inverosímiles, cierta. Terminó con el café entero ovacionando a la desconocida.
Esa tarde Sonja Graf abandonaba a la vez su casa y su infancia y nacía como ajedrecista profesional. Desde entonces, ese deporte se convirtió en su itinerante modo de vida, en su tabla de salvación y su veneno: vivió durante muchos años pegada al tablero, sin nada más a qué agarrarse, jugándose al principio el pan y la habitación del hotel en partidas de bar y acudiendo después a torneos cada vez más prestigiosos y mejor remunerados, pero siempre por dinero.
El libro de Torres, que se desarrolla a lo largo de una larga conversación imaginaria en Los Ángeles entre la protagonista, ya en el final de su vida, y una joven que quiere rodar una película sobre ella, va narrando otros episodios determinantes de la vida de Graf: en 1939, poco antes de que estallase la II Guerra Mundial, escapó de la Alemania nazi y recaló en Buenos Aires para jugar, como apátrida, el Torneo de las Naciones, bajo una bandera sin colores en la que solo figuraba la palabra “libre”. Todo un símbolo de su personalidad y su destino.
Fue allí cuando más cerca estuvo de ganar el campeonato del mundo, aunque, como siempre, en el combate definitivo, acabó derrotada por la inevitable Vera Menchik. “Tenía la partida ganada, pero hice los tres movimientos más estúpidos que uno puede imaginar”, confesó muchos años después a la revista The New Yorker. Durante todo ese tiempo fue, como la describe Torres, “una mujer soltera, independiente, sin marido ni hijos, que vestía como un hombre, que fumaba como dos y que se acostaba con quien le daba la gana, hombres o mujeres”.
Al final, en su madurez, cansada de la vida a salto de mata, de la bebida, y tras comprobar que su talento ajedrecístico mermaba con los años y que llegaba una nueva generación de ajedrecistas soviéticas destinadas a desbancarla, decidió retirarse tras casarse y tener un hijo. “Da la impresión de que, a la postre, Graf hizo tablas con la vida”, resume Torres.
“En el fondo el ajedrez no es el tema de la novela, sino el escenario”, aclara el escritor, también él un aficionado a este juego. Y añade: “El libro, que quiere ser un homenaje a las mujeres ajedrecistas, las grandes olvidadas de este deporte, va en verdad sobre la identidad, sobre quién es realmente esa mujer, quién cree que es, quiénes nos creemos nosotros que somos realmente”.
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