Ha muerto Emmanuel Le Roy Ladurie (Les Moutiers-en-Cinglais, Normandía, 19 de julio de 1929-22 de noviembre de 2023), un historiador libre. Un valiente. Pues en aquellos años setenta había que serlo, quizá tanto o más que ahora. Como otros miembros de la llamada Escuela de Anales, Le Roy Ladurie no se dejó arrastrar por el discurso obligatorio y el trazo grueso. Desertó del Partido Comunista, como de tantas ataduras que hoy consideramos totalitarias, pero que entonces parecían progresistas. Alejado de las modas académicas, de aquella herencia metodológica que solo entendía la Edad Media como un régimen de producción, este viejo historiador fue capaz de desentenderse de una concepción de la historia que, a la manera de un ferrocarril, solo podía circular en vía única, destrozando el paisaje.
Como su maestro Fernand Braudel, Le Roy Ladurie quiso ver el movimiento lento de la geografía, el batir de las olas sobre las mismas costas, el valor de lo pequeño, de lo desapercibido, de lo que muchos consideraron durante mucho tiempo irrelevante. La suya fue una historia del discurrir de la vida, de los restos evanescentes del pasado. Un año antes que Carlo Ginzburg publicara El queso y los gusanos, escribió un clásico moderno de título terrible: Montaillou, aldea occitana, de 1294 a 1324. Al contrario que ahora, en aquellos tiempos todavía había lectores de libros, incluso de libros gruesos. Después de todo, ¿a quién le podía importar la historia de una aldea remota de Los Pirineos que contaba con 250 habitantes a comienzos del siglo XIV?
Lo cierto es que este libro de título tan oscuro llegó a interesar a mucha gente. Desde su aparición en 1975, Montaillou abrió el camino a una forma de hacer historia que, sirviéndose de la antropología y de la etnografía, buscaba reconstruir la vida cotidiana de seres insignificantes del pasado. Aquí no había reyes ni prelados, sino pobres pastores, curas y aldeanos, pequeños inquisidores. El libro, además, se atrevía a discutir las tendencias historiográficas del momento, comenzando por el omnipresente materialismo histórico. En el primer caso, se requería imaginación y capacidad para poner carne en los huesos del registro, de modo que las cosas que ocurrían en Montaillou pudiera seguirse y contarse como una novela, que es así como se lee ese libro: como una novela. En segundo lugar, la imaginación debía ir acompañada de valentía, pues no se trataba tan sólo de transformar el testimonio en relato, sino el relato en evidencia. La gota de agua debía servir para explicar o para remover el mar de los historiadores, para responder preguntas que, a día de hoy, siguen teniendo vigencia.
La circunstancia de que Le Roy Ladurie pudiera recuperar del archivo las vidas de los aldeanos solo viene a confirmar que todo se sabía en aquella pequeña aldea. El interés del libro no recaía entonces en la relación que lo público pudiera tener con lo privado, sino en la forma en que se gestionaban los secretos. Esa es la primera lección que nos dejó este maravilloso libro. Poco importa que los hechos expuestos hayan sido verbalizados a través de un proceso coercitivo y que el miedo funcione como acicate de la confesión, lo que realmente importa es el conocimiento exhaustivo que los vecinos de este extraño lugar poseen los unos de los otros. Es en el contexto de unas relaciones sociales sin secretos en el que cabe preguntarse si acaso el mayor logro de nuestro mundo contemporáneo, el aspecto sobre el cual debería haber un amplio consenso, no fue, según se nos ha explicado tantas veces, el surgimiento de la opinión pública, sino la circunstancia de que, por primera vez en Occidente, se comienza a demandar privacidad. El celo con el que comenzó a cultivarse en las cortes europeas a comienzos del siglo xv no existe en la aldea medieval. Al contrario, Le Roy Ladurie se sirvió de los resquicios de las paredes para dejar constancia de hasta qué punto los habitantes de Montaillou sabían casi todo de todos. Pueden quizá no decirlo. Pero lo saben. O creen saberlo. Sus formas de sociabilidad dependían justamente de esa tradición, hoy tristemente recuperada, en la que el relato se construye de boca en boca, a la manera de un triste ejercicio de impudicia.
Muchos años antes de que la historia de las emociones ocupara el espacio académico del que disfruta hoy en día, la obra de Le Roy Ladurie ya buscó comprender el carácter dramático de las pasiones humanas tanto como sus formas de intercambio. Las emociones no solo servían, a su juicio, para dar coloratura a la experiencia, sino para establecer vínculos sociales y disposiciones intelectuales. Al dirigir la mirada hacia el cenagal de lo minúsculo, la creencia no podía separarse de su origen ilegítimo, que no era sino una acción ritualizada que comenzaba muchas veces con un gesto. “En los gestos, en las lágrimas, en las sonrisas, en las posturas irónicas u obscenas subyace la emoción”, escribía. Podemos por supuesto ubicar los saberes en la esfera inmaculada del pensamiento, pero también podemos imbricarlos en el espacio material que los hacen posibles. Obsesionado con la descripción de la experiencia cotidiana, la obra de Le Roy Ladurie avanza desde las cosas a las creencias, a través de la reconstrucción de prácticas emocionales que nos son al mismo tiempo conocidas y ajenas. Desde el miedo al amor pasando por el asombro, la ira o el apego, su obra construye un relato de tiempo lento, en el que las fuerzas que rigen los destinos del pasado no han podido arrumbarse.
Este jueves falleció a los 94 años. Seguiremos leyéndolo, mientras sigamos siendo medievales.
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