Los acantilados de la Breña, en Barbate, son famosos por sus espectaculares vistas al mar, pero también son famosos por ser el sitio donde los narcos alijan los fardos de costo. En estos días se habló mucho del tema debido al capítulo vivido en la costa gaditana, un suceso donde dos guardias civiles han muerto arrollados por una narcolancha. Entre las voces de rabia y los lamentos, Juan Franco, alcalde de La Línea de la Concepción, planteó que la mejor solución para evitar sucesos así es la legalización del consumo de hachís.
Para quien no lo sepa, el hachís es un derivado del cáñamo que se obtiene a partir de su aceite o resina. Su uso es tan antiguo como el mundo. Sin ir más lejos, Heródoto nos cuenta que los pueblos de origen iranio denominados “escitas” se daban baños de vapor psicotrópicos pues el vapor de agua llevaba cannabis. Parece ser que salían de los baños “encantados, gritando de alegría”.
Lo queramos o no, el nombre del hachís evoca alfombras mágicas y lámparas maravillosas, historias que Sherezade le contó al Sultán para salvar la vida, como aquella en la que un hombre había encontrado la ruina por culpa del hachís y que un buen día entró en un baño turco y, tras ingerir una bola de hachís, soñó que era rico otra vez. Son historias envueltas en atmósferas exóticas como las que contaba Paul Bowles bajo los efectos del majoun, una especie de turrón de hachís.
Con todo, la prohibición que durante años consiguió criminalizar su consumo, despertó la curiosidad de un médico francés y tuvo como resultado el primer trabajo científico sobre drogas: Del hachís y de la alienación mental, firmado por el psiquiatra Jacques-Joseph Moreau (1804-1884), quien conoció el hachís y sus posibilidades en uno de sus largos viajes por tierras de Oriente, y lo empleó para explicar cómo suenan las bisagras de la puerta de entrada a la locura. Porque, según dejó escrito, “no existe ningún hecho elemental o constitutivo de la locura que no se encuentre también en las modificaciones intelectuales desplegadas por el hachís”.
Antonio Escohotado, en Historia general de las drogas (Espasa), nos dice que el doctor Moreau “sugería el empleo del hachís para provocar psicosis de laboratorio”. De esta manera tan subjetiva, Moreau conoció la locura dentro de su propia piel. Según sus propias palabras “ésta es la única manera de estudiar dichos efectos, pues la observación hecha sobre otros aporta solamente apariencias que poco o nada resuelven, si es que no nos hacen caer en burdos errores”.
Jacques-Joseph Moreau fue un científico “gonzo” que llegó, incluso, a montar un grupo denominado Club des Haschischins; un colectivo artístico que se reunía en el Hôtel de Pimodan a tomar dawamesk, una especie de mermelada de hachís que servía a los miembros del club para “penetrar en las raíces de la imaginación”, tal y como nos dice Escohotado en su Historia general de las drogas.
Hay que tener en cuenta que los integrantes de este pintoresco club eran personajes de la vida bohemia parisina, artistas de la letra como lo fueron Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Balzac o Victor Hugo. Hay quien dice que Baudelaire arañaba trozos para tomar después con su amada, la mestiza Jeanne Duval. Con esto, el hachís se convierte en un vehículo para la fiesta, pero sin olvidar que es una sustancia psicotrópica; son reuniones donde se mezcla la ebriedad con la experimentación científica. Por eso resulta paradójico lo poco que se reconoce el uso terapéutico de una sustancia que fue introducida en Europa por un médico.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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