Hay escritores muy territoriales cuya literatura forma parte sustancial del paisaje de su vida. El lugar donde nacieron, la casa que habitaron, los bares y restaurantes que frecuentaban, los hoteles en los que se hospedaron, la tumba del cementerio que fue el final de su viaje son objeto de degustación literaria por parte de sus lectores y en algunos casos se convierten en un reclamo turístico, aunque en este sentido nadie logra medirse con Hemingway. Este escritor tenía el olfato muy desarrollado para estar en el lugar y en el tiempo exacto para salir en la foto. Conductor de ambulancias en Italia durante la Primera Guerra Mundial, París años veinte en Montparnasse, corresponsal en la Guerra Civil española, desembarco en Normandía, Cuba de Fidel Castro, pesca del pez aguja en Cojímar, safari en África, encierros de toros en Pamplona. Toda su vida se convirtió en un producto literario, incluido su suicidio con un tiro en el paladar. De hecho, el bar donde no estuvo Hemingway es el que hay que elegir para sentarse.
Hubo un tiempo en que me gustaba respirar la misma atmósfera de aquellos escritores y artistas que admiraba. Después de haber devorado el Quadern Gris de Josep Pla, me obligué a viajar expresamente a Calella de Palafrugell y fue uno de los grandes placeres literarios que recuerdo. A la lectura de aquellas memorias se unía ahora la visión del paisaje real por el que parecían flotar en el aire los personajes del libro. Aquella playa me permitía imaginar al escritor de niño con un sobrero de paja buscando cangrejos y después navegando ese mar doméstico en una barca de vela latina. En aquel viaje visité su masía de Llofriu. El escritor ya había muerto. Una de sus hermanas, Rosa o María, me mostró la famosa chimenea donde trabajaba, la habitación con la cama como un retablo oscuro presidido por un crucifijo, el paisaje del Ampurdán que se veía por la ventana tantas veces capturados por el adjetivo exacto. Creo que un escritor pasa a la inmortalidad cuando no hay forma de separar su vida y su obra del territorio que las sustenta. En Llofriu está su tumba. Pregunté por la llave del cementerio y me dijeron que me la entregarían en la gasolinera.
Toda la literatura de Marcel Proust ha dejado también una profunda huella en los lugares por donde pasó. En el Gran Hotel de Cabourg, en Normandía, el Balbec de En busca del tiempo perdido, está todavía su habitación y algunos devotos pagan su sustancioso sobreprecio por dormir en ella. En el hotel permanecía intacto, cuando pasé por allí, el mismo comedor que el escritor imaginaba como un acuario con los personajes de la aristocracia trasformados en crustáceos y peces de colores. Allí estaba la galería junto al mar de color acero por donde paseaba Albertina y el templete en el que una orquesta de pistones tocaba valses y polkas.
Antes de llegar a Cabourg pasé por Aix-en-Provence y en un bar del bulevar a la sombra de los plátanos unos jugadores de cartas parecían salidos de un óleo de Cézanne. Allí estaba el monte Victoria, el fondo inevitable de todos sus cuadros. En Ruan todas las mujeres eran madame Bovary de Flaubert cuando las veía pasar camino de la iglesia o del mercado.
No se puede separar a Albert Camus y a Sartre del café de Flore de Paris, ni a Samuel Beckett de la Cloiseríe des Lilás, ni a Picasso de Aux deux Magots. Entre nosotros la literatura de Juan Marsé está incardinada en el barrio de Gràcia en Barcelona. También Vázquez Montalbán ha tenido el don de encarnarse en el paisaje de su vida, empezando por El Raval donde había nacido hasta aquella escalera mecánica del aeropuerto de Bangkok donde murió de un infarto seco. Venía de Sídney y tenía que hacer transbordo hacia España. La zona de tránsito era un cruce de infinitas hormigas. Un día también yo tomé esa escalera y sin duda sería el único que sabía que en aquel primer peldaño había muerto un escritor. Le dediqué un recuerdo emocionado.
Si un mitómano se hospeda en el hotel Chelsea de Nueva York tendrá la imaginación abastecida para el resto de sus días porque por ese ascensor han subido y bajado todos los famosos de este mundo, desde Dylan Thomas borracho de 20 cervezas seguidas por una apuesta camino directo a la muerte, al amor contrariado de Leonard Cohen y Janis Joplin, a la muerte a cuchillo de la novia de Sid Vicious hasta la propia muerte del cantante y bajista a causa de la heroína. A uno le gustaría beber donde lo hacía Truman Capote o Scott Fitzgerald, pero los mitómanos tienen un peligro. Puedes creer que bebiendo como ellos también el alcohol te llevará a su talento. Hay lugares penetrados por la felicidad que procura la buena literatura. Un escritor llega a la inmortalidad cuando convierte su vida en una ruta dentro de un paisaje que lleva a sus adoradores hasta su tumba. Unos tienen ese don y otros no lo tienen.
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