Hasta ahora pensaba que el barco más infeliz del mundo era el de mi cuñado, La perla negra como le llamábamos su tripulación de corso y que, tras naufragar en el artero arrecife de Chipiona, se descompone lentamente en un astillero en Galicia en espera de desguace. En el ínterin, el velero ha perdido, por enfermedad, tras el contramaestre, a otro de sus tripulantes, Nacho —tan valeroso en el naufragio y tan gran tipo—, con lo que la lista de bajas ya es digna de la Surprise tras enfrentarse al Acheron. En comparación, la famosa nave con batanga (que no es un ritmo caribeño sino el estabilizador, balancín o flotador lateral) de la isla de Luf podría parecer una embarcación feliz. Ni mucho menos.
Está anclada de manera prominente en una de las salas más espectaculares del flamante Humboldt Forum de Berlín, el espectacular centro amalgama de palacio barroco y edificio moderno (de Frank Stella), construido en la avenida Unter der Linden a medio camino entre la Alexanderplatz y la Puerta de Brandenburgo, en los antiguos terrenos del demolido Palacio de la República (de la antigua Alemania del Este), que a su vez había ocupado el espacio del Berlin Schloss, el Palacio de Berlín convertido en ruinas durante la Segunda Guerra Mundial. Al Humboldt, construido entre 2012 y 2020 e inaugurado a finales de ese año, han ido a parar las formidables colecciones etnográficas del Ethnologisches Museum de Berlin-Dahlem, que se han desplegado en su nuevo y espacioso hogar en plena polémica sobre la descolonización de los museos. La forma en que el nuevo centro lidia con el tema de la depredación colonial —por ejemplo, mostrando un vivo debate virtual entre conservadores, comisarios de arte, museógrafos y activistas en torno a los bronces de Bennin—, es un buen ejemplo de los caminos que se han abierto en la exhibición de los objetos saqueados por las potencias coloniales y la discusión sobre la devolución de los mismos. El barco de Luf navega en medio de esa tormenta.
Cuando lo observas por primera vez, en el área dedicada a la navegación en Oceanía, el corazón te da un brinco. El barco, una enorme canoa melanesia de más de 15 metros de largo, 1.358 kilos, dos palos con velas de estera rectangulares y batanga unida con una gran plataforma, parece salido de una novela de aventuras o de las viñetas de La balada del mar salado (Norma, 2006), de Hugo Pratt, la primera historia de Corto Maltés. Casi oyes tambores, cánticos y el rítmico golpear de los remos en las olas mientras imaginas cómo avanza la nave orlada de espuma. De hecho, junto al barco de Luf, y entre otras embarcaciones, se exhibe una canoa te puke (tepukei) de doble casco y vela de zarpa de las islas Salomón, similar al catamarán en que navegan Rasputín y sus marineros fiyianos cuando encuentran a Corto a la deriva. Y el mundo en que se construyó el barco de Luf era muy similar al del álbum de Pratt, cuando esa zona del Pacífico estaba bajo dominio alemán y la surcaban sus cruceros y cañoneras (y el submarino del teniente de navío Slütter).
El barco, construido a finales del XIX, procede de Luf, la mayor de las 12 islas Hermit (Ermitaño), en el archipiélago de Bismarck, actualmente integradas en el Estado de Papúa Nueva Guinea pero entonces parte del protectorado alemán de Deutsch-Neuguinea cuya parte principal era la Tierra del Kaiser Guillermo.
Dan ganas de subirse al barco y partir en busca de la isla La Escondida, las Fiyi, Tonga, Samoa, y al fondo a la derecha, pasada Pitcairn, Pascua. O ir de merienda con Viernes. Desafortunadamente para los mitómanos, a diferencia de la Kon-Tiki —la legendaria balsa de Thor Heyerdahl— en su museo de Oslo, en este caso no es posible hacerlo ya que la borda es muy alta. Pero cuando conoces la historia de la embarcación se te pasan las ganas de fiesta.
El Luf-Boot, como lo llaman los alemanes, es un precioso navío construido sin un solo clavo ni metal alguno (ensamblado con fibras vegetales), decorado minuciosamente con motivos marinos y simbólicos y heredero de una tradición de tecnología naval que se remonta a miles de años. Para sellar juntas se usó el núcleo aceitoso de la nuez de parinarium molida sobre el fuego. El casco está pintado de blanco y negro con dibujos en rojo de falos, tortugas, estrellas y peces lau esquemáticos. Proa y popa son iguales. Esos barcos eran posesiones muy valiosas, se guardaban en cobertizos que eran como grandes casas comunales y muchos tenían nombre propio, aunque el de este, si lo tuvo, lo desconocemos, más allá de la denominación Don tinan, barco grande. Con el barco de Luf, que tenía capacidad para llevar, con velas o remos, a 50 viajeros o guerreros, estamos en el mundo de los increíblemente diestros navegantes del Pacífico que en sus embarcaciones —con una gran variedad de tipos (en el museo se pueden ver seis)— descubrieron y colonizaron los mares del sur saltando de isla en isla.
Las habilidades náuticas de esas gentes, melanesios, micronesios y polinesios, que no contaban con instrumentos, cartas náuticas o escritura y sin embargo surcaban extensiones de agua sobrecogedoras con la alegría y la pericia de Kevin Costner en Waterwold, al que no se le pueden negar agallas, dejaron estupefactos a los occidentales cuando llegaron a la zona (Cook tuvo la suerte de conocer a Tupaia, sacerdote-navegante de Raiatea y el único marino polinesio cualificado entrevistado largo y tendido por los europeos). Para ellos, el océano no era un medio hostil sino su hogar, como señala David Lewis en el clásico Nosotros los navegantes (Melusina, 2012) —nunca suba a una canoa polinesia sin él—, donde explica las técnicas de esos pueblos para orientarse, entre ellas la observación de las aves migratorias, las nubes, el viento, el oleaje o la fosforescencia (te lapa).
El barco de Luf parece estar flotando en la sala del Humboldt Forum y es de entrada, como decía, una visión animosa y estimulante cuando llegas después de visitar las salas en las que se presenta con gran aparato crítico el material saqueado en las colonias alemanas de África (y el genocidio de los pueblos herero y nama de la actual Namibia). Sin embargo, la historia de la embarcación es un drama de aúpa. Construida hacia 1895, fue la última de su clase y cuando quisieron botarla los habitantes de la isla de Luf se encontraron con que eran demasiado pocos para hacerlo. La población había sido diezmada -—or las expediciones punitivas alemanas y las enfermedades traídas por los europeos en su cóctel de civilización y sifilización— hasta tal punto que no había gente suficiente para llevar un barco tan grande hasta el mar. Más triste aún: la gran canoa debía ser el barco funerario de un jefe recientemente fallecido, Labenan, para su entierro en mar abierto (imagino que en plan vikingo), pero al ser imposible arrastrar la nave hasta el agua no se pudo cumplir esa piadosa tarea.
La embarcación quedó en la playa, mudo testigo del ensañamiento colonial de los alemanes en Luf. En 1882, tropas de la Marina imperial habían desembarcado en la isla en una de las frecuentes operaciones de castigo contra la población local del territorio, que se solían hacer a requerimiento de las firmas comerciales (como Hernsheim & Co), que se quejaban de falta de colaboración de los nativos en sus planes de explotación, que incluían convertir a los locales en mano de obra forzada y sus tierras en productivas plantaciones de cocos. Se solían utilizar acusaciones de canibalismo (tan de moda) como excusa para masacrar y rapiñar. En Luf fueron 11 días de terror (16 de diciembre de 1882 a 5 de enero de 1883). Los infantes de marina del crucero Carola y la cañonera Hyäne (¡hiena!), se comportaron con una ferocidad extrema, mataron a numerosas personas, violaron a las mujeres, incendiaron poblados y barcos y saquearon los poblados, despojándolos de cualquier objeto valioso o de interés. Luego dejaron morir a los habitantes de hambre. Sobrevivieron medio centenar de personas de cerca de medio millar. No hubo bajas del lado alemán. En su libro Das Prachtboot, Wie Deutsche die Kunstchätze der Südsee raubten (El magnífico barco, cómo los alemanes robaron el arte de los Mares del Sur, S. Fischer, 2021), dedicado al barco como ejemplo de la codiciosa, criminal y depredadora política colonial germana en el Pacífico, el historiador Götz Aly describe a través de testimonios históricos, entre ellos el de su propio tío bisabuelo, capellán militar en la Armada del Káiser, la desolación causada por el ataque.
El barco abandonado fue adquirido en 1903 a la “tribu moribunda” por el empresario colonial Max Thiel, de Hernsheim & Co, trasladado a la isla de Matupi (donde fue fotografiado en aguas someras) y vendido al Museum für Völkerkunde de Berlín, el antecesor del Museo Etnológico como un exótico tesoro etnográfico. Aly pone en duda que la adquisición de Thiel fuera legal —lo que sería sorprendente visto el contexto— y sugiere que lo que hizo fue pillar el barco y llevárselo por la cara. En todo caso, no hay documentos que acrediten la venta por parte de los propietarios originales lufitas, entre los que se contaría un tal jefe Sini. Para Aly, el barco, la obra maestra de la colección etnológica berlinesa y el Foro Humboldt, no es sólo un testimonio importante de la cultura humana que vale la pena conservar, sino “un ejemplo de tiranía colonial”.
La embarcación llegó a Berlín en 1904 tras ser despachada desmantelada a Hamburgo desde Matupi en el vapor Prinze Waldomar. En la capital fue exhibida intermitentemente y luego permanentemente desde 1970. A fin de llegar a su nuevo puerto en el Humboldt, el barco tuvo que surcar durante dos horas las calles de Berlín y se lo introdujo en su sala antes de acabar el nuevo museo. Para sacarlo ahora habría que derribar un muro, lo que Aly no considera un problema: “Derribar muros en Berlín se asocia con buenos recuerdos”, dice. Su libro se publicó seis meses antes de la inauguración del museo y su relato de cómo el barco constituye un testimonio de la violencia colonial y del robo de las reliquias culturales de Oceanía, y, como dijo alguien, “un memorial de los horrores de la colonización alemana”, levantó ampollas. Más aún porque el historiador estableció una conexión con las propiedades robadas por los nazis y planteó la restitución del barco. No obstante, el Museo Nacional de Papúa Nueva Guinea, en Port Moresby, ha declinado pedir la vuelta del navío, que considera que ya está bien en Berlín como embajador de las culturas del Pacífico y reclamo turístico. En 2020, el museo berlinés sí repatrió dos cabezas maoríes momificadas.
Sea como sea, uno va a ver un barco y se encuentra con un pedazo de historia, un exterminio y una polémica flotante del copón. Aly ha afeado a los responsables del Humboldt no explicar bien el relato y hacerse pasar por salvadores y guardianes de los tesoros culturales de los Mares del Sur (el museo posee 65.000 objetos de la zona), como si lo que les hubiera sucedido a los pueblos que sufrieron la terrible colonización alemana hubiera sido una catástrofe natural. Vamos, el tsunami del Káiser. Asomado al barco de Luf, la maravillosa y desgraciada nave que nunca pudo navegar por falta de brazos, ya no ves sólo la gran aventura de los marinos del Pacífico, sino el corazón de las tinieblas, que está en todas partes.
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_