Unos 50 guardias civiles llegan a primera hora de la mañana a Iniesta (Cuenca) y se despliegan por los campos de cultivo de la zona. No buscan drogas ni armas, ni siquiera plantaciones ilegales: están aquí para desenmascarar el robo de agua en una zona con un acuífero sobreexplotado. Los incumplidores usan todo tipo de estrategias: pozos escondidos, derivaciones subterráneas, contadores trucados (con varillas o imanes gigantes) y tuberías enterradas para que no se sepa cuándo están regando. Así es una jornada con los agentes del Servicio de Protección a la Naturaleza (Seprona) de la Guardia Civil que tratan de descubrir esos trucos, entre inspecciones nocturnas, fotos por satélite e incursiones sobre el terreno.
Una operación tan grande y con tanto despliegue de agentes como la que tuvo lugar el pasado agosto no suele ser habitual, pero este pueblo de unos 4.500 habitantes —dedicado sobre todo a la agricultura y sede de varias empresas de transporte— ha vivido dos en solo dos años. En la primera, en 2022, el Seprona y la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ), competente en la zona, estimaron que se habían sacado irregularmente 3,8 millones de metros cúbicos, con un daño al Dominio Público Hidráulico de unos 460.000 euros. “Eso son como 1.144 piscinas olímpicas en un solo término municipal”, sostenía hace unos días Ángel Francisco Jiménez, jefe del servicio de Investigación del Seprona en Cuenca y responsable de ambas operaciones. En la segunda, en agosto, 1,65 millones de metros cúbicos y unos 232.000 euros de daños. Todo eso en un contexto de sequía, en una zona con un acuífero sobreexplotado —por lo que la CHJ no permite nuevos puntos de extracción de agua—, y en una cuenca donde los embalses están por debajo de la media de los últimos 10 años.
“Cuando nos llega una información de que alguien está convirtiendo parcelas de secano en regadío, lo primero que hacemos es ver el catastro de las tierras, y luego nos acercamos para hacer una inspección intentando que no nos vean”, señala ahora Jiménez en una gasolinera cercana a Iniesta. “Después, hacemos fotos aéreas con un dron o pedimos imágenes por satélite de la zona —por ejemplo, al Ministerio para la Transición Ecológica—, que nos sirven tanto para ver lo que hay plantado como para ver si hay humedad en momentos en los que no ha llovido”, dice, y muestra una de esas imágenes en su ordenador, del que no se separa nunca. “Mira, esta foto es de agosto, llevaba un mes sin llover, y se ve que claramente la zona está húmeda: estaban regando sin comunicarlo”, añade.
Hoy toca una inspección rutinaria a un pequeño agricultor. El terreno es una sucesión infinita de vides en la que nada un frondoso árbol, al fondo. Están plantadas en hilera, ayudadas por palos, y cada tronco se rodea por un trozo de plástico. “Es para que no se las coman los conejos”, explica el agricultor, José David Garrido. Por encima de las plantas trepadoras, a unos 75 centímetros de altura, se ve un tubo negro por el que va el riego por goteo. Hoy la tierra está mojada, porque ha llovido, y Garrido está contento.
El pozo es una caseta de obra, con bloques de hormigón vistos y sin enfoscar, con una ventana. Está cubierta por una gran instalación de placas solares, que ayudan a hacer funcionar la bomba que saca agua del pozo. Miguel Ángel Rubio y Alfonso Molero, dos agentes del Seprona, llegan hasta la instalación en sus motos embarradas. Junto al pozo, pero en el exterior, hay una pequeña construcción —de menos de un metro de alto— cuyo techo de chapa se abre sin problemas. Dentro está el caudalímetro que marca cuánta agua se saca del pozo. Rubio y Molero apuntan los datos y comprueban que todo está correcto: el precinto de la CHJ —que evita que se manipule—, el funcionamiento del sistema y la cantidad de agua utilizada.
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“El acuífero ha bajado mucho”
“Cada pozo de la zona tiene permiso para sacar unos 7.000 m³ al año para regar unas 10 hectáreas de terreno. Yo suelo sacar unos 4.000, lo ideal es no gastarlo”, explica el agricultor. Tiene unas 11 hectáreas de vides, variedad syrah, que utiliza para producir vinos a granel. Cada una de estas instalaciones puede costar de 50.000 a 100.000 euros, incluyendo las placas solares que ayudan a mover la bomba. “He notado una gran diferencia. Cuando necesitaba regar en los últimos años sacaba unos 80 m³, pero ahora ya no se pueden sacar ni 60. El acuífero ha bajado mucho y la bomba saca arena en lugar de agua”, añade Garrido.
Una parte se debe a la falta de lluvias, pero otra se achaca a las extracciones ilegales. “Los incumplidores siempre están intentando buscar nuevas maneras de esquilmar el agua”, cuenta en el mismo terreno José Ramón Gallego, jefe de sección del Seprona en Cuenca. “Por ejemplo, intentan esconder los tubos de riego y poner canalizaciones subterráneas, que son mucho más caras, para que no se vea cuándo están regando. Pero siempre hay fugas y acaban saliendo manchas de humedad; si las vemos en verano, está claro que se está regando, y si no se ven los tubos sospechamos que están ocultando algo”. Enterrar el riego es mucho más caro que tenerlo a la vista.
La picaresca también lleva a trucar los pozos autorizados para sacar mucha más agua de la permitida. “Una de las maneras es con imanes enormes, más grandes que una mano, que son muy potentes e inutilizan el caudalímetro. Si ven llegar a los agentes del Seprona o de la CHJ quitan ese imán y parece que el pozo funciona correctamente”, continúa Gallego. En estos casos, tienen que hacer inspecciones por la noche. “En una jornada nocturna podemos inspeccionar de 10 a 15 pozos. La última vez encontramos tres imanes”, añade.
Miguel Ángel Rubio lo constata desde su moto. “Hacemos controles rutinarios, a veces por nuestra cuenta, otras porque nos ha avisado alguna persona de la zona: han plantado allí pistachos y no tienen permiso para regar. Nosotros vamos y lo comprobamos”. Cada inspección tiene sus claves. “De día, las placas solares les traicionan, porque son muy voluminosas. Se ponen siempre junto a los pozos, aunque no estén declarados como tales. Y si vamos por la noche, se escucha el ruido del motor de la bomba de agua”, prosigue. Todos los pozos deben tener un acceso libre al contador —o caudalímetro—, tanto para que acceda el Seprona como la guardería de la CHJ. Tampoco se cumple siempre.
Hay más ilegalidades, como inutilizar el contador con una varilla (que paraliza el caudalímetro) o construir un desvío subterráneo, es decir, un tubo que salga directamente desde el pozo sin pasar por el contador, de manera que se reparta esa agua sin que quede constancia. “Otro truco es hacer pozos falsos para que parezca que tienes derecho a más riego del que te corresponde”, señala Jiménez. Según los datos del Servicio de Protección a la Naturaleza (Seprona), en los últimos cinco años (desde 2019), han detectado en toda España 4.332 infraestructuras acuíferas ilegales, que no solo incluyen pozos, sino también sondeos y balsas.
La CHJ, que trabaja mano a mano con el Seprona en estos temas, apunta que los expedientes sancionadores ligados directamente con el agua han subido de los alrededor de 20 al año entre 2019-2021 a los casi 70 en 2023. “Este aumento es debido a dos factores: hay más inspecciones y están muy trabajadas previamente”, señala un portavoz de la CHJ. Las sanciones pueden llegar hasta el millón de euros.
Si el caso es muy grave, se montan operaciones muy grandes, como la del pasado verano que rememora el investigador Ángel Francisco Jiménez: “En aquella ocasión el juez nos concedió una orden de entrada y registro. Salimos temprano y enviamos a tres agentes junto a cada pozo, para que no se pudiera alterar nada, mientras un dron tomaba imágenes aéreas. Comprobamos que se estaba regando mucho más de lo permitido. El resultado fue la detención de tres personas de la empresa incumplidora”. Y resume: “A quienes más perjudican los pozos ilegales es a los agricultores que cumplen la ley”.
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