Albert Camus, premio Nobel de Literatura y uno de los escritores del siglo XX que han dejado una huella más profunda en el XXI, estrenó Los justos en 1949. Inspirada por hechos reales, la obra relata la historia de un grupo de terroristas que quieren atentar contra el Gran Duque ruso. Dos de ellos, los idealistas Dora (interpretada por María Casares en el estreno) y Kaliayev, están enamorados, pero dispuestos a renunciar a todo —a su amor, a la vida— por una causa superior: la esperanza de traer la libertad y la justicia al pueblo ruso. Pero el dramaturgo y novelista francés supo introducir en este breve texto todas las contradicciones y dilemas de la violencia política, incluso cuando se defiende una causa justa.
Cuando pasa la carroza con el duque y la duquesa, Kaliayev es incapaz de tirar la bomba porque viajan también dos niños en ella —un dilema que Brian de Palma copió en una escena clave de Scarface. El precio del poder, cuando Tony Montana se niega a matar a un político porque lleva a sus hijos en el coche—. Y eso da lugar a la escena más importante de la obra, que enfrenta sobre todo a Dora y Kaliayev contra el fanático Stepan, que defiende que cualquier muerte está justificada por una causa superior. Estos son algunos extractos de este momento crucial.
“Kaliayev: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y lanzaré yo solo la bomba sobre la carroza. Sé que no fallaré. Decidid y obedeceré a la organización.
Stepan: La organización te había ordenado matar al Gran Duque.
Kaliayev: Es cierto, pero no me había pedido que asesinase niños.
Dora: Abre los ojos y comprende que la organización perdería todo su poder e influencia si tolerase, por un solo momento, que niños fuesen destrozados por nuestras bombas.
Stepan: No tengo suficiente corazón para esas naderías. Cuando decidamos olvidar a esos niños, ese día, seremos los dueños del mundo y la revolución triunfará.
Foka: Ese día la revolución será odiada por toda la humanidad.
Dora: Aceptamos matar al Gran Duque porque su muerte podría llevarnos a un tiempo en el que los niños rusos ya no morirán de hambre. Eso ya no es nada fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá a ningún niño morir de hambre. Incluso en la destrucción hay un orden, hay límites”.
Resulta inevitable pensar en esta escena estos días de horror en Israel y Gaza. También recordar la película Múnich, de Steven Spielberg, tal vez la más valiente y compleja del director estadounidense. Se estrenó en 2005, en medio de la guerra contra el terror de George W. Bush, que llevó a la Administración estadounidense a violar masivamente los derechos humanos después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y cuando la invasión de Irak, basada en mentiras, se había convertido en un desastre.
Spielberg, basándose en un guion de Eric Roth y Tony Kushner, relata la historia de cómo Israel, bajo el Gobierno de Golda Meir, ordena a un grupo de agentes del Mosad que maten a los responsables intelectuales de la masacre del equipo israelí en los juegos olímpicos de Múnich, en 1972. El filme reflexiona sobre la venganza y deja flotando en el aire la idea de que, cuando un país se salta sus propias leyes para defender una causa justa, acaba siendo devorado por esa contradicción.
Cuando pone en marcha el comando, el personaje de Golda Meir afirma: “Toda civilización tiene que llegar a compromisos con sus propios valores”. Pero, al final de la película, el responsable de la operación sostiene: “Cada hombre que hemos asesinado ha sido reemplazado por uno peor. No hay paz al final de esto, no importa lo que pienses. Y sabes que es verdad”. La última imagen del filme —se puede hacer un spoiler de una película estrenada hace 20 años— muestra las Torres Gemelas entre los rascacielos del sur de Manhattan, recordando que aquella venganza no frenó el terrorismo, más bien todo lo contrario. Solo contribuyó a destruir los valores que creían defender aquellos que la pusieron en marcha.
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