Concebido como una gran producción al estilo de las que se hacen hoy en los más potentes teatros de Europa, el Ballet Nacional de España (BNE) se embarcó, a sugerencias del director alicantino Marcos Morau (Onteniente, 1982), en la aventura de corte poético, sin una narrativa convencional o lineal, donde pretende glosar la obra y estilo del fotógrafo colombiano nacionalizado estadounidense Ruvén Afanador (Bucaramanga, 1959), que había realizado unos trabajos creativos en torno a Andalucía y el arte flamenco y de los que habían resultado exposiciones, instalaciones y dos libros, un proceso experimental que abarca desde 2008 en adelante. Durante esas labores, Afanador retrató a varios artistas de renombre en la danza, entre ellos el propio Rubén Olmo, actual director artístico del BNE; Afanador llegó a Estados Unidos siendo un adolescente, emigrado con su familia, de modo que toda su formación se produce en Norteamérica ―donde acumula influencias anglosajonas― y en sus tempranos viajes a Europa, principalmente Milán y París. La moda ha sido uno de los ejes de su fragua estilística y su sector de amplificación más comercial.
Ya Marcos Morau, que viene avalado por su creciente éxito mediático internacional, ha tocado las dos compañías nacionales: BNE y CND, donde hizo antes otra creación hace varias temporadas: Nippon Koku (Matadero Madrid, 2014); Afanador le interesó hasta el punto de concebir esta especie de laudo sobre la plasticidad de su imaginario gráfico, todo en blanco y negro, o mejor, con una empastada gama de grises a manera de pegamento.
La plantilla de bailarines del BNE se muestra ejemplarmente entregada a tratar de salvar este producto por momentos desconcertante; los artistas actúan y bailan a fondo, con gallardía y dando réplica al potente aparato escénico que también ejerce su dominio y llega a solapar la acción viva. Aquí hay una divergencia que roza lo distópico entre apariencia y realidad, de implacabilidad con el bailarín y el espectador. No se los tiene en cuenta pues manda un espectral narcisismo demostrativo de poseer cierto poder omnisciente sobre las artes escénicas. La producción padece una evidente megalomanía, desborda fuera de todo canon, hasta el punto que puede preguntarse cuántos teatros españoles serán capaces de albergarla, muy pocos en realidad. Esta desproporción y falta de perspectivas toca otro asunto: el coste. ¿Llegaremos a saber en realidad su precio total?
La duración entra en liza. Una hora y 45 minutos sin pausa. No es el crítico quien deba meterse en aconsejar qué hacer a los creadores, pues la función básica y más honorable de la recensión va por otros fueros, enterados pero centrados en la cultura coréutica. Dejando la velada en 55 minutos, o una hora como máximo, seleccionando sus mejores escenas, que las tiene y muy bellas, bien resueltas, quizás hubiera tenido el BNE un buen ballet que mostrar, hasta se habría salido del teatro con una sensación mejor, de menos frustración; porque ¿dónde acaban los efectos ―por muy especiales y novedosos que ellos mismos se crean sin serlo― y comienza la nefasta práctica del efectismo? ¿Está claro que se trata de una obra de ballet español y no un videoclipmusical extendido? Esta es solamente una de las muchas preguntas que puede hacerse el espectador ―víctima propiciada― mientras es literalmente bombardeado por los vulgares, por manidos, destellos estroboscópicos y el tronando ruido de sintetizador que a fuerza de fe ciega debemos aceptar como música. Todo lleva al lamento (que no el “quejío”) tanto por el despilfarro material como por la falta de horizonte verdadero en lo coreográfico, que a veces se diluye, pasa por la gestión grupal de la masa sin más, un deambular contra el reloj.
Casi al final, Olmo sale a escena y empeora las cosas; su presencia en trágico semidesnudo roza el esperpento, no se justifica desde ningún ángulo, su intensidad amanerada y extrema lo convierte en una especie de Heliogábalo arrastrando con su letal son a la intimidada tropa que, obediente, relame sus heridas conclusivas hacia el concertante final. ¿Cree Olmo que enriquece la pieza con su desgañite y exhibicionismo? Muy al contrario, corrompe el producto de manera triste. Es otro brote de ego y narcisismo. La pieza podría subtitularse: De luto en ‘Egolandia’, pero no estamos para bromas. Muy al contrario, inmediatamente se piensa en el desdichado documental que el BNE pagó y exhibió en sus fastos por el 45º aniversario del conjunto y que provocó los abucheos del público.
Afanador
Dirección artística y coreografía: Marcos Morau (en colaboración con Lorena Nogal, Shay Partush, Jon López y M. A. Corbacho; escenografía: Max Glaenzel; vestuario: Silvia Delagneau; música: Juan Cristóbal Saavedra; músicos flamencos: Enrique Bermúdez, Jonathan Bermúdez y Gabriel de la Tomasa; luces: Bernat Jansà; audiovisual: Marc Salicrú. Ballet Nacional de España. Director artístico: Rubén Olmo. Teatro Real, Madrid. Hasta el 11 de febrero.
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