Siempre fue paradójico que el tipo que compuso Fairytale of New York, el cuento navideño musical más coreado y querido de la historia de la música popular, naciese, precisamente, el día de Navidad. Hasta en las coincidencias era especial Shane MacGowan, cantante y compositor de The Pogues, muerto el pasado jueves, quien bromeaba con haber nacido el 25 de diciembre y compartir cumpleaños con Jesucristo, como si eso pudiese acarrear algún problema para él o para el propio mesías. El músico irlandés no se planteaba esta cuestión tanto por una competencia como porque el líder cristiano viese empañado su aniversario con el suyo, otro líder musical, anarquista, bebedor, drogadicto y caótico. Si John Lennon afirmó que “los Beatles eran más famosos que Jesucristo”, MacGowan podría haber dicho -aunque realmente odiaba los alardes de ego- algo parecido sobre sí mismo en Irlanda. Para muchos irlandeses era una celebridad a la altura de un gran salvador. Cuando le comentaban que había sido el elegido para salvar la música irlandesa, respondía con sorna: “Claro, Dios es irlandés”.
Dios puede que lo fuera, pero no él. Hijo de inmigrantes irlandeses y nacido en Inglaterra, MacGowan fue criado en una aldea irlandesa del condado de Tipperary, uno de esos pueblecitos fieramente verdes rodeados de montañas, ríos y caminos de arena, propios de la más bucólica Irlanda. Allí, aprendió los secretos de los sonidos folclóricos irlandeses bajo la figura de su madre, una competente cantante de música tradicional. Siempre le persiguió esa época de campo abierto y libertad absoluta, a la que anhelaba regresar, aunque no gustó de los preceptos bucólicos. Quizá porque su padre le confesó a los dos años que Santa Claus no existía o porque a los seis años se cogió su primera borrachera porque un hombre le dio de beber whisky en una taberna. Lo único cierto es que creció como un inconformista irredimible y ya nunca más dejó de beber.
Romantizar a MacGowan como un bebedor sería un error. El músico fue un alcohólico de tomo y lomo en lugares, tanto Inglaterra como Irlanda, repleto de ellos. Un alcohólico que reconocía beberse tres botellas de whisky al día y que, además, ya como estudiante adolescente en el bullicioso Londres de los setenta, se dio con total alegría a las drogas, especialmente los ácidos. Aseguraba que era la única vía para escapar de la triste realidad británica. Y, con todo, también aseguraba que le encantaba beber y drogarse y hacía bandera de ello como un acto de reafirmación personal.
Difícil saber si MacGowan, una persona que odiaba ser juzgado y con un carácter ácido y tierno a partes iguales, fue un gran músico gracias a todo ello o a pesar de ello. Su persona y su personaje estaban tan bañados en alcohol que era como intentar saber dónde empieza y acaba el horizonte. Le pasaba como a James Joyce, uno de los grandes referentes literarios de este ávido lector que halló en las canciones la forma en la que exponer su desencanto existencial, pero también sacar a relucir la belleza triste de los perdedores. Bebía con los vagabundos en los parques y allí percibía, tal y como cantaba en Dirty Old Town, “el olor de la primavera en un viento lleno de humo de la ciudad vieja y sucia”.
Decía James Joyce: “Los genios no cometen errores. Sus errores son siempre voluntarios y originan algún descubrimiento”. MacGowan fue un genio, a su pesar, o pese acabar todas las noches como una cuba o puesto hasta las cejas de cualquier droga. Su errática vida formaba parte de una filosofía, una voluntad humana de no atenerse a ningún sistema ni convencionalismo, esa “irresponsabilidad” que es parte del “placer del arte”, tal y como predicaba el propio Joyce. Una filosofía que tuvo que ver mucho con el punk y su ética autodestructiva. A MacGowan le voló la cabeza ver en directo en Londres a Sex Pistols y entendió que eran el camino a seguir.
Se convirtió en activista punk, célebre entre los jóvenes nihilistas de los imperdibles por su carisma y porque se dejaba morder la oreja en los pogos de los conciertos. El punk cambió tanto las reglas que, a diferencia de antes, se podía ser un músico sin destreza y nada guapo para ser molón. MacGowan era uno de los más molones de los nuevos molones al frente de The Pogues y cantaba con el whisky y el corazón en la garganta, como los viejos marineros que sobrevivieron a las peores tempestades persiguiendo ballenas blancas. En el documental Crock of Gold, que su director Julien Temple subtituló -cómo no- Bebiendo con Shane MacGowan, decía que jamás se le hubiese ocurrido tocar sobrio ante un público lleno de borrachos. Sería una falta de respeto. “Solo hemos tocado sobrios cuando éramos teloneros. Sobrios tocábamos mejor, pero era menos divertido. Así que siempre tocamos borrachos”, aseguraba.
Como pasó con el punk, The Pogues ocuparon en los ochenta un vacío en una escena llena de dinosaurios glamourosos y una industria abundante en ejecutivos. Todos esos bichos que no se encuentran en las barras del bar de la esquina. ¿Cuál era, como apuntaba Joyce, el descubrimiento de este genio? MacGowan adoraba la lengua y trabajó a conciencia con ella en sus composiciones. Al igual que Joyce, buscaba sobrepasar el lenguaje moral y la parálisis social para describir postales sentimentales de la vida callejera. Dotó a sus mejores canciones de un alma pura, poblándolas de personajes desesperados, desafiantes y resignados. En su voz había anhelo y hogar, romanticismo y escepticismo, protesta y redención. Contradicciones del tipo corriente buscando un lugar en un mundo que le da la espalda o se le queda muy grande.
Aunque sus detractores dijeron que explotaba el estereotipo de borracho, hizo brillar en su obra el orgullo del irlandés en el exilio, ese “paleto” del que se reían los británicos en pleno conflicto político. Como decían en la película The Commitments, de Alan Parker: “Los irlandeses somos los negros de Europa”. Blanco como la leche, pero con el orgullo herido y el espíritu salvaje, MacGowan empatizó con esos negros y se erigió en el redentor mundial de ellos. Y, por su instinto poético, acabó siéndolo de todos los marginados. Su mensaje se hizo universal. Porque en Dublín, Londres, Nueva York o cualquier ciudad, barrio, pueblo o aldea había gente maltratada, chusma incomprendida o peña que eligió ser borracha de bar antes que ladrona de traje. Al escucharle, uno sentía que era como si Lou Reed se hubiese mudado a Irlanda. O como si Tom Waits, en vez de pegarse la fiesta en el Troubador de California, lo hiciese en una cabaña inglesa. Bob Dylan, Bruce Springsteen, Sinéad O’Connor -su gran amiga- o Nick Cave, entre otros muchos, no pudieron más que admirarle. Porque ser Shane MacGowan no se hacía. Se nacía.
El músico desdentado estaba ahí, como está el paisano en el sitio de siempre a la hora siempre en la taberna de siempre. Era una certeza en una sociedad de anuncios publicitarios y eslóganes políticos. El alcohol le llevó a ser inconstante, poco productivo para el negocio y sucumbir a sus propias borracheras. Tanto es así que The Pogues le echaron en 1991 por comportamiento poco profesional, aunque muchos años después regresó. Ambicionaba más seguir su estilo de vida excesivo y rabiosamente libre que salir en la televisión, ganar un Grammy o comprarse una mansión. Eso, sin duda, también le hizo una especie de revolucionario.
Con su sarcasmo habitual, MacGowan, quien vivió mucho más de lo que todos habían apostado, dijo una vez: “Las canciones están en el aire e intento estar atento a cogerlas porque, si no las cojo yo, pueden acabar en manos de Paul Simon”. En sus manos acabó un repertorio que, igual fuera rock tabernario, folk etílico o punk callejero, hoy es ya clásico de la música popular. De todas las canciones, Fairytale of New York, junto a Kirsty MacColl, es la más conocida y la más odiada por él. Un cuento de Navidad que podría haber sido escrito por Charles Dickens después de haber agotado varias rondas en el bar. Quizá por eso también funciona como himno oficioso en el Día de San Patricio. “Brindaremos con los yonkis”, reza uno de sus versos más coreados. “Mientras las campanas redoblan el día de Navidad”, continúa. El mismo día que nació Jesucristo, pero también Shane MacGowan. Sólo que a uno se le canta con buenos modales en las iglesias y al otro a pulmón abierto y con cerveza en la mano en los bares.
Seguro que, cuando el tío, todo un creyente, se paraba a pensarlo, disparaba su risa truculenta y, luego, se bebía la pinta, el whisky y toda su leyenda.
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_