A pesar de que llevaba más años en España de los que vivió en Francia, donde había nacido en Cholet, el 28 de junio de 1963, Pierre Gonnord conservaba el acento galo cuando hablaba en español, lo que hacía con la rapidez que le imprimía su pasión por la vida y por la fotografía, por lograr otro magnífico retrato de un desconocido en algún lugar remoto. Gonnord, fallecido a última hora del domingo, 21 de abril, en Madrid, a los 60 años, por una enfermedad, era un maestro del retrato fotográfico, género en el que logró un estilo único de aproximación psicológica por su uso del claroscuro, por plasmar hasta la última arruga de un rostro y por lograr que sus retratados clavasen su mirada en la de quienes los contemplaban.
Gonnord fotografiaba a sus retratados normalmente en el ambiente donde vivía esa persona, con su ropa y delante un fondo negro del que parecían emerger (”llevarlos a un estudio lo fastidiaría todo”, comentaba); sin objetos ni decorado, con un realismo sobrecogedor. Siempre en gran formato, este artista prefería trabajar con la luz del alba o del atardecer y sus sesiones solían durar en torno a un minuto, según contaba. “Si lo alargo se pueden convertir en modelos”, advertía, con lo que podía perderse la frescura del encuentro virginal con la cámara.
Sin embargo, detrás de ese minuto había un trabajo previo de semanas, a veces de meses, para acercarse y conocer a sus fotografiados poco a poco. Ante los resultados tan extraordinarios que conseguía, alguna vez le preguntaron cuánto preparaba sus imágenes, tomadas con una Hasselblad: “¡Nada!”, respondía. Defendía, eso sí, que un retrato no debía ser “un mero calco de la realidad”. Le interesaban personas con un físico peculiar y que irradiasen carisma y sensibilidad. Conseguía que un sintecho, un nómada, un campesino, o un anciano arrugado parecieran príncipes por la dignidad con que los retrataba. Pierre resumía que un retrato era algo que se hacía entre dos para que surgiera un tercero y lo disfrutara un cuarto, el espectador.
Pierre contaba que cuando llegaba a cualquiera de esos sitios para trabajar era muy respetuoso, no se trataba de invadir la intimidad de unos desconocidos y ponerse a hacerles fotos; primero convivía con esa comunidad, los conocía sin cámara de por medio, y solo cuando habían transcurrido el tiempo suficiente, se lanzaba a hacer los primeros disparos porque había logrado la suficiente confianza. En su ideario, sostenía que “el fotógrafo tiene el compromiso de sugerir y de denunciar”. “Esto se puede hacer desde la poesía, pero hay que hacerlo con todo el realismo”, declaraba en una entrevista en este periódico en 2008.
Generoso, jovial, a Pierre siempre le decían, le decíamos, que sus retratos parecían pinturas de Velázquez, Caravaggio o Rembrandt, lo que terminó por hacerle torcer un poco el gesto, quizás porque se había convertido en un lugar común y reduccionista de su inmenso talento.
De formación autodidacta, sus primeras fotos las hizo con la Minolta que su padre le dejaba los domingos, con la advertencia de que tuviera mucho cuidado con ella. En la Francia de los setenta la fotografía estaba en los colegios y así pudo conocer la obra de Robert Capa o de creadores de otras disciplinas, como el compositor Pierre Boulez o un genio de la arquitectura como Le Corbusier. Poco a poco fue sintiendo fascinación por fotógrafos como Diane Arbus, Walker Evans, Brassaï o Manuel Álvarez Bravo; de los vivos admiraba en especial a Cristina García Rodero y a Alberto García-Alix.
Había estudiado Economía en París, trabajó en empresas y agencias de comunicación y marketing, pero su vida dio un primer giro cuando en 1988 una amiga le animó a instalarse en Madrid, donde se sintió acogido por su gente y su luz. Todo iba bien hasta que la muerte de su hermano, en 1996, le noqueó. Estuvo un tiempo perdido, hasta que un fin de semana en Cuenca, adonde le había llevado un amigo para escuchar a la mezzosoprano Teresa Berganza, le hizo salir del pozo a alguien tan sensible como él. Decidió entonces cuál sería su proyecto personal: acercarse a desconocidos e intentar mostrar su vida en un retrato, nada menos. Así, la fotografía fue “un chaleco salvavidas”, decía, y también la manera de poder superar su “timidez enfermiza”.
En sus primeros trabajos retrató a jóvenes de Madrid, fue en Interiors (1999), y después en Nueva York, City (2001). En los años sucesivos realizó las series Regards (2000-2003), Far East, en Japón (2003), la primera verdaderamente importante en su trayectoria, y Utópicos (2004-2005).
Posteriormente, con la viva recomendación de García Rodero, decidió que lo que quería era transitar por carreteras secundarias y cruzar fronteras, como la Raya, que separa España y Portugal, que recorrió de arriba abajo en busca de gitanos nómadas, chatarreros, temporeros o criadores de caballos (también realizó una serie maravillosa de retratos a equinos con una mirada inquietantemente humana). Sobre las diferentes fronteras europeas que traspasó, estas le atraían por ser “espacios de choque, de batallas, de cruce, separaciones naturales, hay mucha energía ahí”, afirmaba en un tono casi chamánico.
En otros de sus proyectos fotografió a las gentes del barrio de las Tres Mil Viviendas, en Sevilla; inmigrantes del Magreb en los invernaderos de Almería y a mineros en Asturias recién salidos del pozo, con la cara teñida por el hollín (aunque les decía que se lavasen algo la cara porque “tanto carbón no dejaba traspasar las emociones”). Pierre los había acompañado previamente en su bajada a 600 metros de profundidad en la jaula. En este caso se trataba además de una vuelta a su infancia, cuando vio cómo desaparecían las minas en Francia.
En una de sus últimas propuestas, titulada Los que tienen fe, buscó a monjes en el Alentejo, los Cárpatos y Grecia. Le atraía, en definitiva, fotografiar a “gentes en peligro de extinción”, comentaba.
Vinculado a la galería Juana de Aizpuru de Madrid desde 1999, cuando protagonizó en ese espacio su primera individual, dentro del festival PHotoEspaña, mantuvo con la galerista una gran relación y, sin duda, ella fue artífice de que su obra alcanzara la dimensión que hoy ofrece. Gonnord expuso en galerías de Barcelona, Lisboa, Nueva York… en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, con la muestra Realidades (2006); la Sala Alcalá 31, en Madrid (2009), el Centro Andaluz de la Fotografía, en Almería (2014), el Museo Universidad de Navarra (2016) o el Museo de la Evolución Humana (MEH), de Burgos (2018), con un montaje en el que expuso sus retratos entre restos de neandertales.
Ganador del prestigioso Premio Internacional de Fotografía Ciudad de Alcobendas y del Premio de Fotografía de la Comunidad de Madrid, su obra está, entre otras colecciones, en las del Museo Reina Sofía, el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), de Sevilla; el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (Musac), la Fundación Telefónica (Madrid), el Artium de Álava, el Centro de Arte Dos de Mayo (Móstoles), el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago y la Maison Européenne de la Photographie de París.
Además, en 2021, fue el elegido por el ex presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero para que le hiciera el retrato oficial destinado al salón previo a la sala del Consejo de Ministros. Es tradición de la política española que los presidentes de la democracia tengan en ese espacio un retrato. El de Zapatero es el único fotográfico porque los de los otros presidentes a los que se les ha realizado (Leopoldo Calvo-Sotelo, Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar) son óleos.
En los últimos meses de vida, ya enfermo, Gonnord no quiso renunciar a su gran pasión y emprendió una serie de retratos a personas de su entorno, desde los seres marginales que encontraba en su barrio del centro de Madrid, como prostitutas, hasta sus mejores amigos y conocidos. Fue, probablemente, la mejor forma de despedirse de quienes le habían proporcionado buenos momentos personales y profesionales.
Pierre Gonnord ya no podrá seguir haciendo lo que más amaba: viajar por el mundo para conocer personas a las que fotografiar. “La vida pasa muy deprisa y el cementerio está lleno de remordimientos”, decía con humor para justificar sus ganas inagotables de seguir capturando el alma humana en cada rostro y de lograr que nos miráramos a nosotros mismos en cada uno de sus retratados.
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