Se dice mucho que es el mejor amigo del hombre, pero no tanto que es el más antiguo. Los perros fueron el primer animal domesticado de la historia. Ambas especies cosieron sus destinos evolutivos hace unos 15.000 años, estableciendo una relación simbiótica con pocos análogos en el mundo animal. Una rareza. Arqueólogos y zoólogos plantearon hace décadas que esta relación nació de la utilidad pero que, con los años, surgieron un cariño y una comprensión que ahora la ciencia están intentando medir. Distintos estudios han analizado en los últimos años cómo afectó a canes y humanos esta evolución conjunta. En los últimos 20 años la literatura científica sobre este tema no ha hecho más que aumentar. Y la convencional, también. Se estima que hay más de 70.000 libros sobre perros en Amazon: un signo más de que esa amistad prehistórica llega al presente en plena forma.
Onyoo Yoo tiene una preciosa caniche de cuatro años. Se llama Aroma, pero en casa le llaman Aro. Antes hubo otros: Yoo ha pasado toda la vida rodeada de perros y sabe por propia experiencia que estos animales pueden aportar alegría o consuelo, pero no termina de entender los mecanismos que lo hacen posible. El año pasado, Yoo llevó a su perra al trabajo para descubrirlo. Pidió a 30 voluntarios que la acariciaran, le dieran golosinas, la pasearan y jugaran con ella. Mientras, Yoo, que es investigadora en la Universidad Konkuk de Corea del Sur, analizaba su actividad cerebral.
“Nuestra investigación descubrió que las ondas cerebrales de la banda alfa de los participantes [relacionada con la relajación] aumentaban mientras jugaban y paseaban con mi perro. Mientras que las ondas cerebrales de la banda beta [que se asocian a la concentración] lo hacían mientras la acicalaban, masajeaban o jugaban con ella”, explica Yoo. El estudio, publicado recientemente en la revista científica PLOS One, viene a confirmar algo que muchas personas sienten: pasar tiempo con perros es enormemente placentero. Pero lo hace de forma pormenorizada, “aportando información valiosa para dilucidar los efectos terapéuticos y los mecanismos subyacentes de las intervenciones asistidas por animales”, explica Yoo.
Se sabe que tener una mascota ayuda a reducir los niveles de estrés, fomenta las emociones positivas y reduce los riesgos de sufrir enfermedades cardiovasculares. “Sin embargo, la investigación sobre la actividad cerebral que produce la interacción humano-animal es incipiente e insuficiente”, matiza Yoo. Puede que sea porque, para entenderla, no solo hay que echar mano de la neurología y la psicología. Hay que tirar de paleobiología y echar la vista atrás.
Iniciar una amistad no siempre es fácil, y la que se forjó entre hombres y perros no surgió acariciando a un lobo y lanzándole una pelota. La domesticación fue multifactorial y sucedió a trompicones. Un ambicioso estudio publicado en Science en 2020 intentó seguirle el rastro a ese proceso secuenciando 27 genomas de perros antiguos. Al analizarlos, los autores descubrieron que los perros probablemente surgieron de una población de lobos ya extinta. También distinguieron al menos cinco poblaciones caninas diferentes, dibujando una historia ancestral compleja. Distintos tipos de perros se fueron expandiendo con los otros tantos grupos humanos, ligando su destino (y su eventual desaparición) a la supervivencia del clan al que se hubieran asociado.
Aritza Villaluenga, investigador de la Universidad del País Vasco UPV/EHU y coautor del estudio, señala en que las primeras (aunque discutidas) pruebas de la convivencia entre hombres y lobos, se remontan a hace 25.000 años: “Probablemente, no fuera una domesticación consciente, no sabían lo que estaban haciendo, no concebían cuál iba a ser el resultado. Simplemente, tenían animales que les ayudaban a cazar”. Hay que dar un salto temporal de 10.000 años hasta que aparecen los primeros perros ya de forma sostenida en la historia. “Y aquí, ya sí, se puede hablar de perros porque genéticamente son distintos a los lobos que viven en la misma zona de la misma época. Hay cambios físicos y genéticos”, explica Villaluenga.
Aliados para cazar
En ese momento, la convivencia era simbiótica. “La asociación les venía bien a los perros y a los humanos. Los perros empujaban manadas de animales hacia donde estaban los cazadores humanos, escondidos”, explica el experto. Los primeros tenían muchas más capacidades para correr y los segundos, para trazar estrategias. Formaban un buen equipo a la hora de cazar y, una vez cobrada la pieza, ambos se repartían el botín. Esto hizo que, desde el principio de la relación, fuera muy importante que ambas especies se entendieran, que pudieran leerse mutuamente.
Un experimento con lobeznos, realizado por investigadores de la Universidad de Estocolmo (Suecia), descubrió que algunos ejemplares son capaces de entender las indicaciones humanas y comprender su intencionalidad lúdica. Se comprobó con algo tan trivial como lanzarles una pelota y pedirles que la trajeran de vuelta. Esta acción parece simple por cotidiana, porque muchos la realizan diariamente con sus mascotas. Pero encierra una gran complejidad cognitiva, demuestra en unos segundos la capacidad de comprensión de dos especies que se ha forjado durante milenios. El estudio sugería que esta capacidad, presente en algunos ejemplares muy sociables, pudo propiciar su domesticación. Asociarse con los humanos fue, desde todos los puntos de vista, un acierto evolutivo. Se calcula que en la actualidad, por cada ejemplar de lobo, hay 3.000 de perro.
Unas 5.000 generaciones más tarde de aquella unión prehistórica, los actuales perros son capaces de entender muchas más órdenes, gestos y palabras de los humanos. Bien lo sabe Mariana Boros, neuroetóloga de la Loránd University, en Budapest (Hungría), que acaba de publicar un estudio que analiza cómo los perros pueden llegar a comprender palabras. “La habilidad más importante que tiene este animal es la de entender la comunicación humana. Son excepcionales”, explica la experta en una videollamada.
Boros y su equipo querían comprobar que esta comprensión se debía a la vocalización y no al contexto. Así que encerraron a un perro en una habitación, le anunciaron que le iban a dar un objeto, pongamos una pelota, y después le ofrecieron otro, por ejemplo, un palo. “Pensamos que si el perro entendía lo que significaba la palabra, tendrá una expectativa de lo que vería a continuación. Y la violación de esa expectativa sería visible en el electroencefalograma”, analiza Boros. Y, efectivamente, lo fue. Con estos datos, el equipo puede asegurar que los perros entienden el significado de la palabra. “De hecho, los mecanismos de comprensión son muy similares a lo que vemos en los humanos”, añade Boros.
Amor más allá de la comprensión
La mayoría de literatura científica concluye que los perros tienen un vínculo especial con los humanos por este motivo. Nos comprenden y se comunican con nosotros mejor que ningún otro animal. El psicólogo Clive Wynne, de la Universidad de Arizona (EE UU), no está de acuerdo. En su libro Dog is Love (El perro es amor, no está editado en español) argumenta que lo que sucede es que los perros tienen una capacidad única para el amor entre especies. Si crías a un perro con ovejas, con cabras o con gatos (incluso con tigres o leones) acabará juntándose con ellos y cogiéndoles cariño, explica tirando de ejemplos. Algo similar habría pasado con los humanos. La idea de Wyne está respaldada por la ciencia. En 2015, unos científicos japoneses mostraron que cuanto más miraban las personas a los ojos de sus perros, más aumentaba en ambos la producción de oxitocina, ingrediente químico fundamental del cariño. No es que entiendan a los humanos con los que conviven. Es que los quieren.
En cualquier caso, la comprensión no es el único aspecto en el que han evolucionado los perros para adaptarse a nuestros gustos. También, apuntan distintos estudios, se han hecho más adorables y expresivos. Charles Darwin fue el primero en darse cuenta de que los animales domésticos —como gatos, perros y conejos— comparten ciertos rasgos físicos. Suelen tener las orejas más caídas y la cola más rizada que sus antepasados salvajes. Sus dientes son más pequeños, y les salen manchas blancas en el pelaje. Este fenómeno se conoce como síndrome de domesticación.
El ejemplo más elocuente de este proceso se dio en una granja soviética de zorros en los años 1950. El genetista Dimitri K. Belyaev quiso crear una población de zorro doméstico seleccionando y cruzando a los ejemplares más mansos. Los resultados fueron analizados en un estudio científico en 2009. A la cuarta generación, los zorros daban lametones a los científicos y los recibían con movimientos de cola. Sus descendientes, aún más domesticados, eran capaces de entender las señales humanas y responder a gestos o miradas. “Desarrollaron no solo rasgos internos como la aceptación de la cercanía humana. Físicamente, se volvieron más similares a los cachorros, más monos. Cambiaron para ser más adorables al ojo humano y es presumible que eso mismo les pasara a los perros”, explica Boros.
La diferencia es que esto sucedió de forma artificial y forzada, en apenas 50 años, y la domesticación del lobo en perro fue natural y se presupone mucho más larga. Este proceso no nació del capricho del hombre, como explicaba Villaluenga. Algunos lobos de la Edad de Piedra mostraron una inclinación natural por hacerse amigos de aquellos extraños simios que se extendían por el mundo. Se entendían no solo a la hora de cazar, sino para jugar o darse cariño. Al mirarse, ambos se sentían extrañamente bien. Estos lobos fueron acercando más y más a los humanos y se mezclaron con otros lobos que también merodeaban por los asentamientos humanos. Decidieron quedarse cerca, y resultó ser para siempre. Según esta interpretación, que sostienen muchos especialistas, el perro no fue domesticado, sino que algunos lobos se autodomesticaron y acabaron convirtiéndose en perros. Nos escogieron ellos a nosotros, al menos tanto como nosotros a ellos.
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