La modernidad era americana. Tener una casa con jardín y, atención, sin vallar. A un lado, la vivienda tenía un garaje que servía para aparcar el coche o para convertirlo en taller de bricolaje, el hobby del marido que, lata de cerveza en mano, mantenía un césped de no más de un centímetro.
El lugar de la mujer era el interior. La cocina americana que, al no estar separada del salón, la conectaba con el resto de la familia. Y le permitía el pluriempleo: vigilar a los niños mientras apretaba botones para limpiar o preparar la cena (abriendo latas y calentando lo que había comprado en el supermercado en el microondas). Los niños podían hacer deporte —¿qué casa no tenía una canasta de baloncesto en un rincón de la fachada?— y empezar a ganarse un dinerito temprano repartiendo, en bicicleta, el periódico de la tarde enrollado. El porche era el territorio del perro, que dormitaba, de las mujeres que, sobradas de tiempo gracias a la ayuda de los electrodomésticos, podían pintarse las uñas o reunirse con sus amigas, mientras sus maridos veían el partido de beisbol en el televisor, el único en el interior de la vivienda que había sustituido a la chimenea. Nos hemos hartado de ver ese paisaje en las películas y de imaginarlo en las novelas. ¿Qué ha ocurrido con tanta armonía?
Las ciudades han crecido históricamente, tanto por el éxito como por, ay, el fracaso. Las personas llegamos a ellas para transformar nuestra vida —trabajando, estudiando o en busca de oportunidades— y nos encontramos con que, hoy, casi más difícil que encontrar trabajo es hallar dónde poder pagar un piso/habitación para dormir.
La falta de espacio en el centro urbano, o su congestión, su contaminación o su venta al mejor postor, hizo crecer las ciudades norteamericanas. Pero también una planificación urbanística que ponía el negocio de la venta de inmuebles y coches (el refugio y el transporte de las personas) por encima de cualquier otra prioridad. Así, la vida en los suburbios americanos era, comparada con la vida en los suburbios europeos, un escenario libre de conflictos, el espacio para la familia ideal.
Las viviendas se publicitaban como el sueño americano para vivir en contacto con la naturaleza, no se decía que lejos del centro urbano. Básicamente prefabricadas, se podían levantar rápidamente, ampliar con el tiempo y hasta singularizar eligiendo el color de la madera de la fachada.
A trabajar se podía ir en coche, hasta la estación, y de ahí coger un tren. En un país sin sistema de sanidad pública, ni acceso casi gratuito a una educación superior, los chavales tenían transporte gratuito —en un school bus amarillo que no ha alterado su estética— hasta la escuela secundaria y/o el instituto. Pero… en cuanto cumplían 16 años se sacaban el carnet de conducir y compraban un coche de segunda mano. Para entonces, habían dejado de repartir diarios y trabajando unas horas en el McDonalds local podían pagarse la gasolina. Así de barata era la lógica del coche. Tanto que en muchos barrios ni se construían cines: se llegaba hasta la pantalla sin salir del coche. Aquello era el modelo americano. El Estado pagó —con los impuestos de todos— por la construcción y el mantenimiento de las carreteras. Descuidó, en muchos casos, la red ferroviaria menos rentable. ¿Qué pasó entonces si todo parecía perfecto?
La exposición del CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) Suburbia. La construcción del sueño americano lo cuenta. Hasta el 8 de septiembre puede uno trasladarse en el tiempo y, gracias al trabajo de su comisario Philipp Engel, contagiarse de tanta esperanza y felicidad. También decepcionarse al darse cuenta de que la felicidad es siempre algo temporal.
Sucedieron varias cosas. En primer lugar, esos nuevos suburbios verdes y alegres eran también guetos. La diversidad urbana, la variedad étnica o social, rara vez podía compartir un mismo tipo de vivienda. Las casas eran todas espaciosas, fomentando indirectamente el consumo. Pero además, llegado un punto, lo de dejar la puerta abierta dejó de funcionar. Con la llegada del miedo, buena parte de la población más acostumbrada al hágalo usted mismo que a confiar en las instituciones públicas, adquirió armas de fuego. El verde bucólico se llenó de rifles y de coches.
La vida en el suburbio se hacía entorno al centro comercial, que mantenía una temperatura constante hiciera fuera 40 o menos diez grados. Hoy, cientos de esos centros comerciales han desaparecido. La muestra expone ese paisaje desolador. De la misma manera que en Europa vemos desaparecer el pequeño comercio por la llegada de Amazon —o vemos las tiendas del barrio reconvertirse en centros de recogida— en Estados Unidos la compra por correo arruinó su principal lugar de ocio.
Hay mucho más, y Engel —que estudió literatura comparada— tiene una mirada capaz de explicar la arquitectura y el urbanismo más allá de los edificios y las calles. Ese es el valor de esta exposición. El papel de la mujer, que sólo iba a tener que apretar botones en aquellas cocinas mecanizadas, cambió con su incorporación masiva al mercado laboral. Y, con esa independencia económica, con su capacidad para tomar decisiones propias. Los niños comenzaron a desaparecer con el descenso de la natalidad. Llegaron, además, otras razas, otras culturas, otras maneras de relacionarse con la calle. Y con la soledad. Los periódicos dejaron de imprimirse, y de leerse. Los coches, que ofrecían tanta libertad, pasaron a ahogar los suburbios. En el tren hacia la ciudad ya no se lee el diario de la tarde, se mira lo que el algoritmo quiere que nos distraiga.
El geógrafo Francesc Muñoz retrata en esta exposición lo que ocurrió en Cataluña: la época del adosado. Y sus consecuencias para las ciudades. Hoy, cuando entendemos que tener un coche es un lujo y no un derecho, cuando no lo vemos como el futuro, sino casi como una rémora del pasado, y cuando hemos recuperado calles para caminar, nuestra vida, nuestras finanzas y nuestros cuerpos están cambiando.
Lo único que parece permanecer en la ciudad, y en los suburbios que la rodean, es su inagotable capacidad de transformación. También la prioridad de comercializar con los sueños. Convertidos nosotros mismos en turistas por todo el mundo: hemos asistido a la invasión del turismo que nos ha dejado con escasas posibilidades de vivir en la ciudad. E incluso en los suburbios más cercanos. Ahora Amazón presume de salvar la vida en los pueblos gracias a sus repartos. Suceda lo que suceda, tenemos material para nuevas películas y novelas: la realidad seguirá superando a la ficción.
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO