Lo que es el ser humano… O los artistas. Cómo de modo inexplicable pasan de la inspiración que les regala firmeza, aplomo y sensibilidad a la desgana y la incapacidad; cómo esa cabeza instantes antes convertida en un manojo de destellos íntimos ofrece de pronto una fatigosa imagen descolorida, rota y emborronada.
Algo así —cualquiera sabe si fue así o no— le sucedió a Morante. La plaza, hasta la bandera; la ilusión, por las nubes, y un torero tocado por la mano del arte delante de un toro grande y astifino, —que le había propinado un batacazo al picador Aurelio Cruz, pisoteado, a su vez, por el caballo—, de corto viaje en banderillas, pero noble, escaso de fuelle y con clase en el tercio de muleta. Y ahí, uno frente al otro, se vivieron momentos para el recuerdo. Morante, revestido de solemnidad, agigantado de disposición, dibujó de entrada un trincherazo primoroso y un cambio de manos que supo a gloria. Un gran tanda de naturales, después, uno a uno, hondos y hermosos en su soledad; otros tres muletazos profundos con la mano derecha, cerrados con un trincherazo eterno. Y para concluir el cuadro, dos naturales soberbios, la planta asentada, ceñida la figura, la cintura al baile.
Llegó el momento supremo, y al artista algo se le extravió en las entrañas. El altivo y seguro torero se tornó dubitativo, inseguro, muy desconfiado de sí mismo, que se comportó como un humano en apuros. No es que pinchara una y otra vez, fue la forma desvaída, —que no, que no quiero verlo…— de ejecutar la suerte. Desapareció la complacencia de los tendidos y el aire se oscureció con una bronca tan sonora como merecida.
La musas se marcharon para no volver, empujadas, quizá, por el enfado del público, y al cuarto toro le dieron muy fuerte en el caballo, de tal modo que llegó hundido y noqueado al tercio final. Morante se puso allí, como si tal cosa, pero el animal no pudo dar de sí más que la honrosa aceptación de la muerte. Y volvieron los pitos, con razón, sin duda. No se lució el matador, pero sí la cuadrilla: Curro Javier, excelente en la brega, y Joao Ferreira y Alberto Zayas, superiores en banderillas.
Despacio se acercó Urdiales a los medios, montera en mano, y, templado y muy ceremonioso, brindó a la concurrencia su primer oponente. Dibujó muletazos de categoría, recreándose en el encuentro, por ambas manos, y aunque no llegó a brotar la emoción por la escasa codicia del animal, quedó en el ambiente el regusto de una labor salpicada de gracia. Nada pudo hacer ante el muy manso quinto, que huyó despavorido del caballo y se dolió en banderillas.
No quiso ser convidado de piedra el joven García Pulido, nuevo en el escalafón, —tomó la alternativa en la pasada feria de Valdemorillo—, que salvó el muy serio compromiso con decisión y solvencia. Estuvo por debajo del toro de su confirmación, que embistió con fijeza y ritmo por el pitón de derecho, y al que llegó a templar en varias tandas de buen tono. Le faltó, quizá, el arrebato, la pasión, dar ese paso al frente que separa una faena solvente de un triunfo de verdad. Su justificó sobradamente ante el manso y deslucido sexto que huyó despavorido en todos los tercios.
Muy decepcionante la corrida de Alcurrucén, bien presentada y astifina, mansa y desfondada. Ninguno permitió el toreo de capa, de viaje corto los seis, mansos en el primer tercio, y nobles los cuatro primeros en la muleta pero sin vida interior.
Alcurrucén/Morante, Urdiales, G. Pulido
Toros de Alcurrucén, bien presentados, astifinos, mansos, nobles y desfondados. Muy deslucidos los dos últimos.
Morante de la Puebla: cuatro pinchazos _aviso_ cinco pinchazos _segundo aviso_ y un descabello (pitos); bajonazo (pitos).
Diego Urdiales: estocada (petición y vuelta); pinchazo hondo y estocada caída (silencio).
García Pulido, que confirmó la alternativa: estocada caída _aviso_ (ovación); pinchazo y estocada caída (silencio).
Plaza de Las Ventas. 10 de mayo. Primera corrida de la Feria de San Isidro. Lleno de ‘no hay billetes’ (22.964 espectadores, según la empresa).
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